Nereida | By : El8Culpable Category: Spanish > Originals Views: 774 -:- Recommendations : 0 -:- Currently Reading : 0 |
Disclaimer: Esta es una obra de ficción. NO sucedió fuera de la imaginación de este autor. Cualquier similitud con personas y eventos reales pasados, presentes y/o futuros es mera coincidencia y blablabla, ya se saben el resto. |
Nereida notó de inmediato que algo malo le había sucedido a Darío. Al volver de la secundaria, había entrado por la puerta y pasado rápidamente a su lado, sin saludarla, y se había encerrado en su cuarto. Ahora él estaba comiendo su cena cabizbajo, con el ceño fruncido y un aspecto sombrío.
—¿Te pasó algo en la escuela? —le preguntó finalmente.
—No… no me pasó nada… —le respondió él, casi susurrando y sin mirarla a la cara.
Ella dio un largo suspiro, puso los brazos en jarra y, con una sonrisa, prosiguió en un tono desagradablemente maternal:
—Darío, mírame a los ojos y dime: ¿Cuántos años llevó trabajando en esta casa?
—Creo que son 5 años… ¿Por qué me preguntas eso? —respondió él volviéndola a ver.
—¿Crees que en 5 años no he llegado a conocerte bien? Sé cuando te ha pasado algo malo. ¡Anda, deja de fingir que no tienes nada y respóndeme que fue!
Él no respondió. Pero ella seguía parada allí en esa misma postura y no parecía dispuesta a retroceder. Al final, rindiéndose, Darío empezó a hablar con una voz monótona: debido a su aspecto andrógino, su personalidad tímida y su reputación de estudiante de notas perfectas, casi todo el mundo pensaba que era homosexual. Ese día había decidido que finalmente iba a cambiar su imagen: iba a invitar a salir a la chica más bonita del aula. No obstante, ella lo rechazó… y de mala manera… frente a todos sus compañeros de clase, que se rieron de él…
Al terminar su relato, simplemente dejó caer sus cubiertos y se derrumbó abatido en su silla. Era de esa clase de personas que prefieren esconder sus emociones, pero en esos momentos estas eran demasiado intensas para controlarlas: la vergüenza, la incontrolable sensación de sentirse patético y estúpido. Nereida ya había visto antes a Darío en ese estado. Intentó reconfortarlo con palabras similares a las que había usado en tantas otras ocasiones: le dijo que, aunque no tuviese un aspecto muy varonil, seguía siendo un muchacho muy apuesto, joven, fuerte, inteligente…; que sólo era cuestión de que ganara más confianza en sí mismo, que si las chicas no deseaban salir con él pues ellas se lo estaban perdiendo; bromeó un poco para intentar sacarle un sonrisa, etcétera.
Y, al igual que en esas tantas veces, Darío le daba la razón lacónicamente pero apenas disimulaba el que sus palabras no tuvieran ningún efecto. Terminó su cena y fue a su cuarto. Ella se llevó los trastes para lavarlos. Mientras lo hacía, pensaba en él. Estaba harta de ver que parecía que no había nada que le levantase el ánimo en momentos como ese. En los años que había estado trabajando en esa casa había llegado a encariñarse mucho con el muchacho y verlo así le repugnaba. Era viernes por la noche y él estaba, como siempre, encerrado en su cuarto, haciendo su tarea en la computadora, en lugar de salir y divertirse con sus amigos como otros chicos de su edad. Decidió que, en cuanto terminara algunos deberes más, pasaría por su habitación para seguir intentando consolarlo.
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La puerta del cuarto de Darío estaba un poco abierta. Ella la abrió un poco más y asomó su cabeza para ver lo que estaba haciendo. El cuarto estaba a oscuras. La única luz en este era el resplandor que provenía de la pantalla de la computadora. Contra este se dibujaba la silueta del chico sentado en una silla y se veía que tenía unos audífonos puestos. Pensó que debía estar haciendo su tarea mientras escuchaba música. Sonrió, entró a hurtadillas y se acercó de puntillas hasta donde él estaba. Planeaba darle un pequeño susto para romper el hielo antes de empezar a hablarle… pero serían ambos los que se llevarían una gran sorpresa…
La principal razón por la que todos creían que Darío era gay era por su exquisita belleza andrógina. Su apariencia era tan femenina que muchos chicos le habían coqueteado pensando que era mujer. Tenía una tez blanca como el marfil, su rostro (que parecía salido de una publicidad de Max Factor) tenía una forma de corazón elegante y sutil, sus ojos grandes, lánguidos y almendrados, con unas pestañas largas y densas, eran de un verde que normalmente sólo se ve en las piedras preciosas y su cabello, sedoso, largo y muy liso, era rubio pálido y lo llevaba siempre atado en una cola de caballo. Su boca era pequeña con labios finitos pero sensuales de color rosado oscuro y su nariz era chiquitita, recta y graciosa. Medía 1.75 m. de alto y su cuerpo delgado y esbelto recordaba al de una atractiva bailarina de ballet, y hasta sus manos eran pequeñas con dedos delicados como los de una mujer. Era de personalidad callada, tenía pocos amigos y casi no salía de casa; melancólico, dulce, pensativo, educado y amable.
Aunque Nereida le creía cuando decía que no le gustaban los hombres, ella también se dejó engañar por el aspecto de angelito y la conducta dulce e intachable de Darío. Cuando él decía que quería una novia, ella pensaba que sería para leerle poemas de amor o, a lo sumo, caminar juntos tomados de las manos. Nunca le cruzó por la cabeza que él podía ser un muchacho normal de 17 años, con los deseos y conductas normales de alguien de su edad. Por eso, pueden imaginar su sorpresa al descubrir que lo que Darío estaba haciendo era masturbarse mientras veía en su computadora una orgía entre 3 enfermeras sexys.
Nereida lanzó un grito, dio un brinco hacia atrás y salió del cuarto corriendo. Darío se paró con un salto, intentó cubrirse como pudo y, como llevaba los audífonos puestos, casi se lleva el CPU de su computadora.
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Nereida no volvió a ver a Darío el resto de la noche. Él se encerró en su cuarto y ella tampoco es que tuviese intenciones de ver que estaba haciendo. Intentó tranquilizarse racionalizando lo ocurrido: Darío no estaba haciendo nada malo, ¿cuántos chicos de su edad no hacían lo mismo? Sería lo normal para un chico que había admitido sentirse frustrado por su mala suerte con el sexo opuesto. Pero admitir que Darío experimentaba los deseos normales de un joven de su edad hizo que percibiese de manera diferente incidentes a los que antes no les daba ninguna importancia.
Nereida era aficionada a los ritmos tropicales. Cuando conseguía un tiempo libre entre sus deberes, le gustaba prender la radio en la cocina y menear el esqueleto. Cuando se cansaba o era hora de que hiciese alguna otra cosa, muchas veces, saliendo de la cocina, tropezaba con Darío en el corredor. ¿Será que estaba disfrutando de los shows que hacía en esas ocasiones?
Darío muchas veces le regalaba bombones o paletas. Ella, hasta ese momento, lo había considerado sólo como un gesto lindo de su parte. Pero, después, mientras los chupaba, sentía algo extraño, como si la espiaran. ¿Sería que Darío le regalaba esos dulces por algo más que amabilidad? Confiaba tanto en él que, en algunas ocasiones, se le había aparecido en sus prendas de dormir. ¿Qué clase de cosas pasarían por la mente del muchacho en momentos como esos?
Pensar en estas y muchas otras cosas hizo que Nereida se pusiese roja como un tomate y tardase mucho más que en cualquier otra ocasión en dormirse.
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La danza siempre había sido la gran pasión en la vida de Nereida. Después de esforzarse mucho, finalmente pudo abrir su propia escuela de baile. Pero la crisis económica hizo que al poco tiempo se quedase en la ruina y la perdiera junto con su apartamento. Se fue a vivir con una amiga mientras buscaba un empleo que tuviese relación con su profesión. Pero pasaron los meses y seguía sin conseguir nada. La misma crisis económica que la había dejado en la calle estaba golpeando a todos por igual. Por todas partes los negocios (sin importar en que consistiesen) cerraban y la gente era despedida pero no contratada. Aunque ayudaba a su amiga en los deberes del hogar y ella repetía una y otra vez que no le causaba ninguna molestia que vivieran juntas, la vergüenza de sentirse como una arrimada la llevó a decidir un día que iba a ponerse a trabajar en lo primero que encontrara en los Clasificados del periódico… y lo primero que encontró fue un trabajo como empleada doméstica en la casa de una ejecutiva de la industria del cosmético…
Al principio ella pensó que sería algo temporal a lo que se dedicaría mientras encontraba algo mejor remunerado y relacionado con su gran amor: el baile. Pero el tiempo pasó y seguía sin encontrar un trabajo relacionado con su profesión. Además, ese empleo era sencillo, le daba cierto tiempo libre para salir, le pagaban moderadamente bien y no tenía que preocuparse por su alojamiento ni sus comidas. Y la única persona con la que tenía que compartir esa lujosa vivienda, el hijo adolescente de la patrona, parecía ser un muchacho de lo más simpático y educado, cuyo cuidado nunca le representó el menor esfuerzo. No había tenido un solo disgusto serio en los 5 años que trabajó allí… hasta ahora… y no sabía si alguna vez volvería a sentirse cómoda viviendo bajo el mismo techo que Darío…
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Darío tuvo que apagar su computadora. No tuvo ánimos para volver a lo que estaba haciendo. Se había confiado: Nereida nunca antes había entrado en su cuarto mientras él estaba ahí.
Aquella había sido la única forma que conocía para aliviar la frustración que le provocaba su poca suerte con las chicas. Debido a la exitosa carrera de su madre, tenía dinero a manos llenas y vivía en una casa, no inmensa, pero sí preciosa en una zona exclusiva de la ciudad. Asistía a la mejor secundaria privada, tenía calificaciones perfectas y no había nadie que tuviese algo malo que decir de él… Pero nada de eso importaba si no era capaz de acercarse a una chica bonita para salir… y más que salir: estaba desesperado por experimentar el sexo (en su año era el único estudiante que aun era virgen, por mucho que a los padres de algunos de sus compañeros les gustase pensar lo contrario)… algo que, hasta ahora, sólo conocía a través de la pornografía…y temía que fuese así por el resto de su vida…
Tenía una extensa colección de porno en su ordenador. Mientras realizaba sus tareas aprovechaba para descargarlo. Y todo estaba relacionado con uniformes. El porno no le interesaba si no los incluía. Enfermeras que sabían muy bien como curar los males de sus pacientes, secretarias que usaban sus vaginas como atajos a aumentos de sueldo, policías que sacaban confesiones a base de felaciones… y sus favoritas entre todas ellas: las mucamas francesas.
Lo siguiente que pensó fue cuanto le gustaría ver a Nereida en un disfraz de mucama francesa y unos tacones de aguja. Él no podía sacarse la expresión en su rostro de la cabeza. Ella todavía estaba allí, viendo como tiraba de su pene… y no podía negar que esa imagen lo excitaba…
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La madre de Darío ocupaba un puesto muy importante en una compañía de cosméticos. Su padre había sido un ingeniero que murió debido a un prematuro paro cardiaco poco antes que él naciera. Desde entonces, aunque ofertas no le faltaron, su madre decidió que su hijo sería el único hombre en su vida. Pero, debido a su cargo, tenía que estar todo el tiempo viajando (con frecuencia fuera del país) y sólo podía quedarse unos pocos días en su hogar. Normalmente se ausentaba por 2 semanas, aunque en ocasiones se ausentaba hasta por 2 meses. Así que tuvo que confiar la crianza del niño a una sirvienta.
Antes la criada de la casa se llamaba Gladys. Era una señora mayor, canosa, con mucho sobrepeso y unos gruesos anteojos cuadrados. Ella lo cuidó muy bien. Era como una abuela cariñosa que siempre estaba de buen humor y Darío la quería mucho. Era viuda desde hacía más de 10 años y sus 3 hijos vivían todos en otras ciudades. Durante varios años, la mayor alegría de la señora había sido recibir fotos e historias de sus nietos por correo. El trabajo cuidando a Darío había aparecido en el momento exacto (en el que se sentía más sola) y, de inmediato, se convirtió en su nieto postizo. Pero, poco después que el chico cumpliese 12 años, su único hijo varón le habló a doña Gladys presumiendo del jugoso ascenso que le habían dado en su trabajo y le dijo que ya no quería que fuese empleada doméstica y que fuese a vivir con él a su ciudad para darle la vida que creía que ella merecía. Gladys le hizo caso y, con gran pesar, se despidió del niño para nunca más volverlo a ver. Darío se entristeció mucho. Pensó que nadie reemplazaría a Gladys en su corazón… Pero, en cuanto Nereida entró por la puerta de la casa, casi olvidó que existía…
Nereida era 14 años mayor que él. Era una genuina diosa del sexo. Tenía una larga y gruesa melena ondulada de color negro azabache, una tez del exquisito tono aceitunado característico de este crisol de razas que es Latinoamérica, un rostro que parecía hecho para lucir siempre la clase de sonrisa radiante que gana certámenes de belleza, ojos tan negros como su cabellera, pequeños y rasgados, y una boca ancha de labios carnosos y besables. Era una mujer muy bajita, pero eso lo compensaba con unas curvas de auténtico infarto: pechos que parecen melones, caderas, muslos y nalgas que dejarían a Jennifer López llorando de la envidia y una cinturita de avispa que terminaba de darle la tan codiciada silueta de reloj de arena.
La llegada de Nereida a la casa coincidió con el despertar de su sexualidad. El que a ella le gustase vestir camisetas y camisolas con escotes generosos, las minifaldas y shorts más cortos que puedan imaginarse y leggins ceñidísimos y hacer shows en la cocina al ritmo de salsa, cumbia o samba causó estragos en la moral del chico, quien interpretó el que una mujer digna de las portadas de todas las revistas para caballeros del mundo entrase a trabajar como empleada de su casa como una jugarreta sucia que el cosmos hacía para burlarse de él.
Pero no era sólo su belleza lo que impresionaba a Darío. Nereida representaba para él todo lo que pensaba que nunca podría llegar a ser: era espontánea, sociable, ingeniosa, conversadora, tenía sentido del humor… La risa y el optimismo de Nereida eran contagiosos. A pesar que esta no era su opinión al principio, cada vez que escuchaba ese sonido tontorrón y escandaloso o veía sus sensuales labios curvándose para revelar una doble hilera larga y ancha de dientes grandes, perfectos y blancos, no sólo sus hormonas entraban en ebullición (en gran parte, aunque no totalmente, porque la risa producía toda clase de efectos interesantes en el busto de Nereida), sino que Darío sentía que su corazón emitía luz (aunque nunca lo demostró).
Para Darío, el baile de Nereida era mucho más que un par de tetas grandes rebotando. Había algo que le resultaba misterioso, casi indescifrable y sobrenatural, en que una persona pudiese contorsionar su cuerpo con tal agilidad. Sabía que nunca sería capaz de moverse de esa manera: era esa clase de talentos con los que se nace, no se pueden aprender. Él también tenía un talento: escribir. No era sólo que su letra era elegante sino las cosas que podía plasmar con estas. Pero en esa época no consideraba eso un talento.
Su deseo lo agravaba el que ella no parecía notar el bulto en sus pantalones. Nereida se paseaba por la casa, luciendo absolutamente apetitosa, él muriéndose por ella y ella tratándolo, ya no como un hermano menor, sino como un perrito faldero al que había que alimentar, bañar, cepillar y sacar a pasear para que haga sus necesidades. Para colmo de males, a Darío se lo comían los celos. Era lógico que una mujer como Nereida no tuviese problemas para conseguir pareja y ella había tenido varios novios desde que entró a trabajar en la casa. De hecho, ella tenía novio en ese momento: el chofer de los vecinos (una pareja de jubilados estadounidenses que se habían mudado al país para disfrutar de sus años dorados), un tipo alto, moreno y musculoso. Darío nunca dejó traslucir nada respecto a esto pero, cada vez que veía a Nereida junto a alguno de sus novios, sentía que se quemaba.
(Ella siempre fue muy discreta con sus novios; sospechaba, con mucha razón, que si metía hombres en la casa como si fuese suya y su jefa se enteraba, iba a ser despedida espectacularmente. No obstante, a veces no podía resistir la tentación de cumplir sus fantasías sexuales dentro de la casa, lo que era especialmente cierto tras una temporada en la que la patrona hubiese sido particularmente exigente).
Pero el que Nereida no notase el deseo de Darío por ella tenía sus ventajas: nunca se dio cuenta de todo el tiempo que dedicaba a espiarla. Todas las cosas que ella estaba sospechando eran ciertas: le regalaba paletitas para verla mientras las chupaba y fantasear con sus carnosos labios, cuando ella hacía sus deberes en el hogar estaba atento a si se agachaba por cualquier razón para ver como empinaba el culo, le gustaba andar detrás de ella para disfrutar del sensual contoneo de su trasero… Darío aprendió a ser sigiloso y ella muy pocas veces llegó a notar cuando la seguía… Incluso, llegó a acariciar la idea de espiarla en la ducha o mientras se cambiaba de ropa… pero nunca lo hizo porque se dio cuenta que la posibilidad de ser descubierto era demasiado alta.
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Esa noche Darío no pudo dormir. El incidente con Nereida hizo que los recuerdos de todas las veces que la había espiado y todas las fantasías sexuales que había tenido con ella a lo largo de los años (y algunas nuevas que acababan de ocurrírsele) se agolparan todas en su mente de una sola vez.
Se revolvía en su cama buscando una posición más cómoda en vano. El sueño no llegaba a él. Nada podía aplacar el ardor que sentía en su interior.
Sólo pudo dormir cuando la madrugada ya estaba bastante avanzada, un brillo pálido que se colaba por todas partes y lentamente, poco a poco, convertía la noche en día. Y, cuando se despertó y vio el reloj en la pared, se dio cuenta de que sólo había dormido unos 15 minutos.
Se sentía extraño. Como si esa rápida siesta le hubiese servido para reponerse y, al mismo tiempo, como si no hubiese tenido ningún efecto en él. Todo se veía y se sentía como las cosas que conocía desde hace mucho tiempo y como cosas que acababa de conocer, pintadas con colores irreales que sólo existían en el mundo de los sueños que no estaba seguro de haber abandonado. Y tenía la extraña sensación de tener algo roto en su interior.
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Darío estaba desayunando cabizbajo, lentamente, con una expresión pétrea en el rostro. Nereida estaba parada cerca de él. Le había servido su comida en silencio, no le había dicho nada. Él no la había visto bien, pues en toda la mañana sólo le había dirigido furtivas miradas de reojo, pero pudo notar que parecía angustiada e inquieta.
—No te preocupes… —empezó a hablar—…no le voy a contar a nadie que te encontré… ya sabes… y mucho menos a tu madre… te juro que nunca le diré nada… —continuó.
Darío se volteó para verla mejor. Continuó diciendo cosas pero había dejado de prestar atención a sus palabras. Ella hablaba lento y bajo, con un irritante tono agudo que la hacía sonar más aniñada de lo que ya sonaba usualmente, dudaba, estaba nerviosa. Como si fuese él quien la había sorprendido mientras se masturbaba y ella se estuviese disculpando. Su voz empezaba a enfermarlo.
—Respóndeme una cosa —la interrumpió.
—¿Qué…? —respondió con un hilo de voz.
—¿Qué fue lo que pensaste cuando me viste haciendo “aquello”?
A Nereida se le subieron los colores al rostro.
—¿Por qué me preguntas eso? —preguntó con una voz casi inaudible llena de consternación.
—Sólo respóndeme —añadió con tranquilidad.
Ella notó que su rostro tenía una expresión que nunca antes le había visto. Era dura e insultantemente cínica, desafiante y arrogante. Después de superar su asombro, su respuesta fue un “¡No tengo porque responder esa pregunta!” casi gritado, darse media vuelta y largarse del comedor. Darío no pudo evitar sonreír. Había logrado que dejara de usar esa vocecita.
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En los siguientes días, Nereida y Darío apenas intercambiaron palabras, sólo las suficientes para hacer funcionar la casa. Era como si se estuviesen evitando. Darío tenía un aspecto menos sombrío, pero, cuando se dirigía a Nereida, lo hacía con sequedad. Ya no era el jovencito amable que ella había conocido. Y esta situación fue empeorando con el tiempo.
Nereida cambió completamente su forma de vestir. Usaba unos pantalones y unas camisas más holgados que de costumbre. Al saberse joven y bella, y siendo un tanto presumida, le gustaba marcar sus opulentas curvas, de ahí que vistiese de forma que la hacía lucir muy provocativa. Y el que el hijo de su patrona tuviese una imagen tan inofensiva hacía que no le incomodara que la viera vestida así todo el tiempo. No obstante, ella también tenía mucha experiencia vistiendo ropas excelentes para esconder su voluptuosa figura; cuando la madre de Darío estaba en casa, Nereida se aseguraba de que nunca la viera usando otra cosa que un típico y aburrido uniforme gris de mucama que la hacía parecer casi asexuada (Darío no entendía cómo es que unas pocas capas de tela podían lograr eso). Se notaba que era una señora muy dominante y estricta, así que imaginó que si la veía vestida de la otra manera la despediría por pensar que intentaba hacer algo con su hijo. Pero nunca imaginó que tal vez fuera Darío el que estuviese pensando hacer algo con ella y ya no se sentía cómoda cada vez que notaba que sus inquietantes ojos verdes la observaban. Hasta se negaba a bailar si Darío estaba en casa.
Ella esperaba a que Darío se fuera a la escuela para así bailar. Era miércoles y había pasado más de semana y media desde aquel incidente. Nereida sintonizó su estación favorita. La cocina fue llenada por la música. Recordando viejos tiempos, se cambió la ropa: se puso una camisola blanca ceñidísima y un short de licra azul oscuro tan corto que apenas cubría sus nalgas. Bailaba meneando mucho el culo (su fenomenal culo de bailarina), haciendo que sus tetas rebotaran (le gustaba como se sentía eso) y sacudiendo su hermosa melena. Cuando terminó de bailar, sus escasas ropas quedaron embebidas en sudor, estaban aun más pegadas a su cuerpo y se le transparentaban sus pezones y sus aureolas (porque no llevaba sostén). Al darse la vuelta, se dio cuenta de que Darío estaba observándola atentamente desde la puerta de la cocina.
—¿Pero… no se supone que estabas en la escuela? —preguntó, casi sin voz de la sorpresa.
—Uno de los profesores no vino así que nos despacharon temprano —respondió con tranquilidad.
Por la expresión de su rostro, se notaba que había disfrutado del espectáculo provisto por su trasero. Y era evidente que su mirada estaba fija en sus pezones y aureolas transparentados. Nereida no dijo ni hizo nada, se quedó quieta en su lugar. Darío sólo se dio la vuelta y se fue como si nada. Ella se quedó totalmente inmóvil por un largo rato.
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El viernes siguiente por la tarde, en cuanto Darío se fue a la secundaria, Nereida fue visitada por su novio. Tuvieron sexo pero algo anduvo mal: tuvo que fingir placer. Nunca había tenido que fingir con Armando (que era el nombre del chofer de los vecinos); ella no pudo concentrarse, sólo pudo pensar en lo que estaba pasándole con Darío. Ahora se había vestido y estaba terminando de lavar los trastes sucios del almuerzo cuando Armando empezó a llamarla insistentemente.
—¡Nereida, ven para acá! ¡Quiero que veas algo! —le habló desde su cuarto.
—¡No puedo, estoy ocupada!
—¡Que vengas, te digo!
—¡Te dije que no puedo!
Armando siguió insistiendo hasta que ella finalmente se rindió y fue donde estaba.
—¿Qué era lo que querías que viera?
—¡Mira! ¡Mira! —dijo mientras apuntaba al televisor, sonriendo de forma idiota.
Ella pensó disgustada “¿Para eso quería que viniera?” Lo que se veía en el pequeño televisor del cuarto de Nereida era un estúpido montaje de caídas de borrachos durante las últimas fiestas patronales que se transmitía en un canal local. Ella vio a Armando reírse con el video mientras no parecía darse cuenta de su enojo por haberla hecho perder el tiempo. Pensó con amargura “¿Por qué esto siempre me pasa con todos los tipos con los que salgo?” Nereida nunca había tenido suerte con los hombres. Ellos la seguían como moscas a la miel. Y ella se daba el lujo de ser exigente. Todos sus novios habían sido de lo más apuestos y sus amigas la envidiaban por eso… pero, al final, siempre rompía con ellos de mala manera. Dio media vuelta y volvió a sus labores. Armando tardó un tiempo en darse cuenta que Nereida se había ido. Dos días después tendrían una pelea muy seria y ella rompería con él. Él intentó reanudar su relación con ella un par de veces pero ella se mantuvo firme y, rápidamente, perdió el interés por estar acostumbrado a las conquistas fáciles y ya haberse divertido bastante con ella y la olvidó con rapidez. Como todas las veces anteriores, cuando Darío se enteró del rompimiento de Nereida y su novio, una sonrisa maligna se dibujó en su rostro.
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Habían pasado casi dos meses desde la noche que Nereida había sorprendido a Darío y se sentía cada vez peor, cada vez más enferma de los nervios. Cada ruidito que escuchaba, cada pequeño movimiento que sentía era Darío espiándola. Ya ni siquiera bailaba cuando iba a la escuela porque le parecía que en cualquier momento se iba a presentar de improviso en la casa para ver como meneaba el trasero. “¿Y qué me importa si Darío me mira?”, se preguntó a sí misma, ya cansada de ese estado. Ella era una mujer muy bella y era de lo más natural que lo atrajese. ¿No se había enorgullecido siempre de que, desde los 15 años, no podía quitarse las miradas de los hombres de encima? Además, era un muchacho muy educado y bien portado. Él nunca haría algo como meterse en la ducha con ella mientras se bañaba… ¿o sí?
Notó que algo perturbador le sucedía. La imagen de Darío metiéndose en la ducha con ella no desapareció de su mente. Y cada vez que volvía a su cerebro, sentía una punzada y humedad en su sexo. Ella sabía lo que significaba esa sensación pero se negó a sí misma que fuese cierto hasta que finalmente se volvió demasiado intensa como para continuar haciéndolo: Darío la atraía.
Hasta ese momento todas sus parejas habían sido hombres de aspecto muy varonil. El que le gustase un chico como Darío era algo que nunca se hubiese esperado. Pero debía reconocerlo: esa apariencia tan andrógina le daba un aire misterioso y exótico que tenía un encanto muy especial. Fue como si, queriendo recuperar el tiempo perdido, estuviese memorizando hasta la última perfecta línea del inmaculado rostro del muchacho… y hasta el último contorno de su cuerpo tan delgado como apetecible…
Pero reconocer que Darío le gustaba no hizo más que aumentar la creciente turbación que latía en su interior. Ahora que ya había admitido el deseo que sentía por él, su mente empezó a ser asaltada por imágenes propias de una película XXX. Recordaba la noche en la que lo había sorprendido mientras se masturbaba y se imaginaba agarrando su polla para enseñarle como era que se hacía. Recordaba el día que la había visto mientras bailaba y lo imaginaba acercándosele lentamente por detrás, bajándole sus shorts de licra para buscar su sexo con sus deditos delgados y suaves. Recordaba la imagen de él metiéndose con ella en la ducha y pensaba en el agua recorriendo sus cuerpos mientras la penetraba furiosamente.
Saber que Darío probablemente estuviese teniendo fantasías similares con ella y que más de una noche ha de haber estado haciendo lo mismo en lo que lo había sorprendido unas semanas atrás hacía que su excitación aumentara… y eso la estaba volviendo loca… algo que empeoraba el que a Darío pareciese que su situación no le afectase en lo más mínimo.
El deseo se volvió tan intenso que terminó comportándose igual que el muchacho. Había momentos en los que Nereida dejaba lo que sea que estuviese haciendo e iba a buscar a Darío. Ella se decía a sí misma que era para ver que estaba haciendo, para asegurarse que estuviese bien o tal vez para ver si necesitaba algo de ella. Pero, en realidad, lo hacía para espiarlo de la misma forma que él la había espiado a ella. Pero Nereida no tenía casi nada del sigilo de Darío y una y otra vez fue descubierta, hasta que simplemente desistió de hacerlo para evitar más escenas incómodas.
Nereida era una persona muy conversadora y, al principio, tener que convivir con un muchacho tan callado fue casi como una tortura. Los primeros días a su llegada a la casa, asaltó al muchacho con un torrente casi frenético de comentarios, opiniones, anécdotas personales y chistes. Ella pronto comenzó a notar que la única respuesta que obtenía de él era un silencio ensordecedor. Ni siquiera sonreía; sólo se paraba allí, luciendo consternado y retorciéndose las manos. Esos eran los únicos dos defectos que Darío veía en Nereida; por un lado, como era un muchacho muy reservado, era lógico que esa locuacidad le pareciese casi infernal; por el otro, Nereida tenía la clase de voz y risita irritantes que uno normalmente asociaría con una niña rica malcriada que lo único de lo que habla todo el día son ponis, tutús, tiaras y el color rosa. Aunque Gladys también conversaba lo suyo, no estaba ni cerca de demostrar esa devoción por el sonido de su propia voz. Si Nereida no fuese tan bella, le habría dado la espalda y se habría ido al otro lado de la casa con la mayor de las descortesías.
No obstante, con el tiempo se formó una especie de tregua entre ambos: él empezó a demostrar más tolerancia por su forma de ser (lo cual culminó con él cambiando radicalmente su opinión de la personalidad de ella) y ella terminó acostumbrándose a su inexpresividad.
Sólo en momentos en los que estaba demasiado alterado, tal como el viernes que empezó todo, dejaba traslucir un poco de lo que sucedía en su mente. Tuvo que aprender a discernir que emociones se revolvían tras esa máscara impasible, un truco que sólo le salía bien la mitad del tiempo. Pero en esos momentos se encontraba tan trastornada que no podía interpretar nada del silencio de Darío. Deseaba desesperadamente que hiciese algo, que le dijese algo… cualquier cosa… aunque fuese algo obsceno o indecoroso… ¡pero que dejase de ser tan distante por una maldita vez en la vida!… aunque sabía que probablemente se arrepentiría de eso…
No es sólo que Darío fuese el hijo de su patrona (la clase de madre que cree que ni siquiera una princesa sería digna de su hijo y seguramente movería cielo y tierra con tal de separarlos), ¡sino que era menor de 18! ¡Estar con él sería ilegal! Aun peor: con Regina (que así se llamaba la dueña de la casa) fuera de la ciudad casi todo el tiempo, ella había tenido que desempeñar el papel de madre con Darío. Era ella la que iba a las reuniones de la secundaria, la que lo cuidaba cuando enfermaba, etcétera. El que le gustase un muchacho que prácticamente había sido un hijo para ella la hacía sentirse asquerosa. Pero todos estos razonamientos con los que intentaba dejar de ver a Darío como un hombre sólo habían logrado que le pareciese aun más seductor pues lo transformaban en una especie de “fruta prohibida”.
Cuando salía con sus amigas, estas notaban que algo le estaba sucediendo, pero, cuando le preguntaban, la normalmente muy parlanchina Nereida se volvía muy callada, así que no pudieron enterarse de lo que le acontecía.
Y así es como llegó al día de hoy: buscando un trabajo en la sección de “Clasificados” del periódico para poder abandonar la casa. Pero esa tarea le resultaba dolorosa, por mucho que le costase admitirlo, más porque ya no vería a Darío que por el futuro incierto que le aguardaba o por tener que empezar desde cero.
Pero no crean que Darío estaba feliz y tranquilo. En todo este tiempo casi no había dormido bien una sola vez. Las fantasías que tenía con Nereida no dejaban de acosarlo día y noche y sentía que su cabeza le iba a estallar. El que se hubiesen distanciado no había ayudado a calmarlo pues habría dado su brazo a cambio de que las cosas entre ellos volviesen a ser como antes. Volver a verla meneando sus voluptuosas curvas no valía tanto para él como volver a verla contando sus chistes, sonriendo o intentando levantarle el ánimo. Saber que Nereida también estaba pasando un mal rato por su culpa lo hacía sentirse terrible pero él no sabía cómo acercarse ni cómo intentar ayudarla y ya estaba acostumbrado a guardarse sus emociones e ideas para sus adentros y no demostrar nada.
Darío intentó despejar su mente de la misma forma que siempre lo había hecho: masturbándose mientras veía porno. Pero no importaba cuantas veces lo hiciera, nada podía aliviar sus anhelos. Su pene le dolía y le picaba por encontrarse en un estado de excitación casi constante desde hacía semanas. Finalmente, tuvo que reconocerlo devastado. Eso no era más que un patético sustituto de lo que realmente deseaba: hacer el amor con Nereida.
Ambos, Darío y Nereida, sabían que esta situación no podía continuar por mucho más tiempo. Y ambos tenían el presentimiento de que no iba a terminar de buena manera.
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Nereida tomó la decisión: iba a llamar a Regina para decirle que renunciaba. Tendría que pensar muy bien la forma en la que iba a hacerlo. Siempre tenía mucho cuidado cuando se dirigía a ella pues Regina la aterraba.
Había tenido la oportunidad de conocer brevemente a doña Gladys, a quien se le había ordenado que no se fuera hasta encontrar un buen reemplazo para que cuidara de la casa y del hijo de la dueña. Era una señora de lo más simpática que le cayó bien desde el primer momento y lamentó un poco el no tener que trabajar con ella. Pero una parte suya agradeció que la dueña de la casa no se quedara por allí mucho tiempo. Regina no iba a darle el trabajo hasta conocerla personalmente y, cuando lo hizo, investigó hasta si tenía antecedentes penales. Claramente no era una persona fácil de tratar y el trabajar para ella no hizo más que enfatizar esa certeza.
Aunque Regina no había nacido precisamente en una cuna de oro, eso se le olvidó en cuanto vio cual iba a ser su salario en la compañía para la que trabajaba. Ella se adaptó rápidamente a su nuevo papel de gran señora con gusto y nunca vio hacia atrás. Aunque nunca le dijo ni le hizo nada malo, estaba más que claro por el tono de su voz y la forma en que la veía que, desde el punto de vista de Regina, Nereida debía sentirse absolutamente halagada por tener el privilegio de lavar los platos de los que comía y barrer el suelo que pisaba. Nunca esperaba nada menos que el que sus órdenes fuesen cumplidas al pie de la letra, de inmediato y sin ser cuestionadas.
Finalmente logró determinar cómo es que iba a hablarle. Nereida también tendría que quedarse hasta encontrar a alguien que la reemplazara. Después de salir de la casa, le pediría a una de sus amigas permiso para ir a vivir con ella y quedarse hasta conseguir trabajo y haber reunido dinero suficiente para pagar un apartamento.
Una vez que terminó de hacer sus planes, lo que le preocupó fue quien iba a ser su reemplazo. Pensó que debía ser alguien que se pareciese lo más posible a Gladys. Su Darío merecía ser cuidado por alguien así: atenta y bonachona.
Pero, aunque no quisiese admitirlo, había otra razón: quería que fuese una señora mayor porque no quería que fuese una joven bonita. Ella sentía que merecía ser el único objeto de deseo en la vida de Darío. También temía que el chico decidiese intentar conquistar a otra mujer. Si ella estaba muriendo por él sin que hubiese hecho gran cosa, sólo podía imaginar cómo sería si Darío decidiese transformar la mirada de esos ojos verdes y el dulce tono de su voz en armas de seducción. No le parecía que hubiese ninguna mujer capaz de resistirse a sus encantos… o, al menos, sospechaba que ella no sería capaz de resistirse si él hiciese algo así…
Decidió que, antes de llamar a Regina, iba a contarle todo a Darío. Esperó a que terminara de cenar para hacerlo.
Se notó de inmediato el efecto que esta noticia tuvo en él. Aunque intentó parecer impasible y fingir que estaba de acuerdo con sus decisiones y que se sentía feliz por ella, su rostro no pudo ocultar que estaba horrorizado y empezó a temblar ostensiblemente. Darío pidió disculpas y se retiró a su cuarto. Una vez dentro, se arrojó en su cama y lloró desconsolado.
Nereida nunca había visto a Darío tan alterado. Ella se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Se sentía como un monstruo por haberlo herido de esa manera.
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Darío había terminado de llorar. Ahora estaba tranquilo pero muy triste. Se había sentado en la cama y se encontraba abrazando su almohada con un gesto desamparado. Nereida se iba, huía de él, probablemente nunca la volvería a ver y él no podía hacer nada para evitarlo. ¿Qué podía hacer ante algo como eso? Pues lo que siempre hacía…
Darío encendió su computadora, apagó la luz y se bajó los pantalones y los calzoncillos a la altura de las rodillas. Como sucedía desde la vez que fue sorprendido por Nereida, durante todo este proceso sintió una indefinida incomodidad en su espalda, producto del miedo a ser descubierto de nuevo. Pero simplemente no podía controlar sus impulsos, tenía que hacerlo. Una vez que la computadora terminó de cargarse, se puso los audífonos, entró en la carpeta donde guardaba sus películas y escogió cual era la que iba a ver. Mientras hacía esto, sentía como la sangre empezaba a bajar a su pene.
El video empezó a reproducirse. En la pantalla apareció una rubia sensacional de piernas larguísimas vistiendo el típico uniforme de mucama francesa: negro y blanco, con un escote generoso, una minifalda cortísima, largas medias oscuras con liguero y vertiginosos tacones de aguja de color plateado. Ella hacía como que limpiaba la casa con un plumero. Ella se agachaba y le cámara daba unos deliciosos primeros planos de su enorme culo. Darío se acariciaba su miembro ya erecto mientras veía ese monumento. Ese culo era simplemente perfecto… de 10… pero, aun así, el culo de Nereida estaba mucho mejor…
En uno de los primeros planos de ese culo, de repente, unas manos de hombre surgieron de la nada y comenzaron a apretar las nalgas, jugando con ellas y masajeándolas. Era el señorito de la casa. Darío se preguntó si tendría una oportunidad con Nereida si luciese como ese tipo: atlético, bronceado y de corto cabello castaño oscuro. En un rápido movimiento levantó la minifalda y bajó las blancas bragas de la mucama con lentitud, dejando expuesto su indefenso sexo. Con rapidez abrió sus pantalones y desenfundó su colosal verga y empezó a meterla frenéticamente por la vagina de la mucama mientras esta gemía ruidosamente. En ese momento, Darío estaba tirando de su pene con gran entusiasmo.
Pero, de repente, se detuvo. Darío cerró el video molesto y frustrado. Con esto lo que estaba intentando era olvidar a Nereida y en lo que único que había logrado pensar era cuanto deseaba que algo como eso sucediese entre ellos. De hecho, esta era una de sus películas favoritas porque era la que más a menudo le producía ese deseo.
Darío se derrumbó abatido en su asiento odiándose por lo patético que era. Entonces notó que no estaba solo en su cuarto. Volvió a ver a su izquierda y allí estaba parada Nereida, de nuevo sorprendiéndolo, literalmente, con los pantalones abajo.
Nereida no había podido resistir la tentación de ir a verlo. Sabía qué era posible que estuviese haciendo en ese momento pero el deseo de asegurarse de que Darío estuviese bien fue mucho mayor que sus temores. Había entrado en el justo momento en el que él cerraba el video, así que estaba demasiado distraído en su propio mundo interior para notar el sonido de una puerta abriéndose y pasos.
La reacción de Darío fue la misma que la de la primera vez: se paró de un salto, casi llevándose el CPU de su computadora, e intentó cubrirse como pudo. Retrocedió tanto que chocó contra la pared de su habitación. Intentó subirse el pantalón pero sus manos temblaban tanto que se le resbaló y cayó hasta el piso, así que se tapó tirando de su camisa hacia abajo. Miró hacia el suelo y simplemente esperó a que Nereida saliese del cuarto… pero no lo hizo…
Su reacción fue completamente distinta que la otra vez: no salió corriendo, sino que simplemente se quedó parada, muy seria, viendo a Darío. Él superó el embrollo de ideas y emociones en el que se había convertido su mente, se dio cuenta de que algo extraño estaba pasando y, poco a poco, reunió el suficiente valor para verla a los ojos. En el rostro de ella había una expresión indescifrable. Nereida empezó a caminar hacia él muy lentamente. Darío contuvo la respiración, en parte asustado y en parte curioso por saber que iba a suceder a continuación.
Y lo que sucedió fue que, en cuanto llegó a donde estaba él, con suavidad tomó su pene, haciendo que recuperase la erección que había perdido, y empezó a acariciarlo con mucha gentileza. Darío superó con rapidez la sorpresa inicial y sólo cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y empezó a suspirar. Simplemente dejó que Nereida hiciera lo que quisiera con él.
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Así estuvo un par de minutos, sólo disfrutando de sus manos, cuando, sin soltar su pene, ella cubrió su boca con la suya. Empezó a besarlo con suavidad y ternura y él respondió de la misma forma. Nereida también cerró los ojos. El beso se fue haciendo cada vez más y más intenso y apasionado hasta que prácticamente estaban devorándose el uno al otro, entrelazando sus lenguas y abrazándose con mucha fuerza.
Nereida empezó a arrastrar a Darío lentamente, llevándolo hacia su cama. Cuando estuvo a punto de acostarlo, este se separó de ella de golpe. Protestó pero, cuando abrió los ojos, vio que sólo había ido a apagar su computadora. En cuanto esta empezó a apagarse, volvió a sus brazos con una sonrisa y volvieron a abrazarse e incendiarse con sus bocas. Ambos cayeron en la cama, con Darío encima de ella y se acariciaron sus cuerpos enteros, desvistiéndose el uno al otro poco a poco hasta quedar completamente desnudos. La ropa caía en el piso al lado de la cama, el cuarto ahora completamente oscuro.
Darío tomó los pechos de Nereida entre sus manos y dirigió su boca hacia ellos. Besó, chupó y mordió los pezones duros como botones de nácar. Tiró de ellos con sus dedos y sus dientes. Dibujó un círculo de mordisquitos alrededor de los pezones. Masajeó con fuerza esos melones grandes, jugosos y tentadores. Saboreó la curva del tierno montículo que tanto había deseado. Cuando empezó a recorrer con sus labios el espacio entre los senos, Nereida se puso una mano en cada pecho y le dio un buen apretón a su rostro. El sabor de la piel del busto de Nereida le pareció a Darío muy dulce.
Al cabo de un rato, su boca volvió a la de Nereida. Darío se puso entre sus piernas y empezó a moverse, buscando su sexo con su verga para penetrarla. Finalmente, encontró la húmeda vagina y hundió y sacó su polla lentamente. Hasta ese momento Darío había actuado por instinto pero, de repente, un pensamiento lúcido cruzó por su cerebro: “estoy haciendo el amor con Nereida…” y, después de un rato, un jubiloso “¡ESTOY HACIENDO EL AMOR CON NEREIDA!” Ella era para él la mujer más bella que había en la faz de la Tierra, aquella con la que descubrió lo que era el deseo y la dueña absoluta e indisputable de sus fantasías… ¡Y la estaba haciendo suya! ¡Estaba follándosela! ¡Estaba gozando de su cuerpo de escándalo! ¡Estaba entregándole su virginidad! ¡Estaba haciéndolo descubrir aquello que estaba desesperado por experimentar! ¡Estaban protagonizando su propia película porno!
Darío sentía que iba a enloquecer de felicidad. ¿Sería un sueño? Todo parecía envuelto en un aura de irrealidad que lo preocupó. Las cosas habían acontecido de una forma bastante extraña. Además… ¿Qué probabilidad había de que una mujer como Nereida se interesase en alguien como él? “Pero si esto es un sueño… ¡entonces prefiero no despertar nunca!” fue lo último que se le ocurrió antes de, simplemente, dejar de pensar y sólo permitir que sus deseos dictasen lo que debía hacer.
Darío movió sus manos hacia las grandes y deliciosas nalgas de Nereida y no se hartó de disfrutar de ellas, apretándolas, sobándolas y masajeándolas como siempre había soñado hacer. Empezó a penetrarla cada vez más rápido, con mucha fuerza y entusiasmo.
Cuando hizo eso, Nereida también empezó a pensar con lucidez. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se horrorizó. No sabía qué clase de locura la había llevado a esto pero tenía que salir de allí lo antes posible. Intentó protestar, decir algo, pero Darío tenía sellada su boca con la suya y no pudo pronunciar una sola palabra. Intentó forcejear para detenerlo y quitárselo de encima pero tampoco tuvo éxito. Nereida movió desesperada sus manos por el cuerpo de Darío hasta que sus dedos rozaron algo que le produjo curiosidad.
Sus manos volvieron por el camino que habían recorrido hasta llegar a lo que habían tocado. Era el culo de Darío.
Fue entonces que Nereida se dio cuenta de lo delicioso que era. Era más bien pequeño pero las nalgas eran redonditas, lisitas y estaban tan duras como el acero. Al principio lo acarició con timidez, todavía diciéndose que debía largarse como sea. Pero, finalmente, se puso a apretar y masajear las nalgas, disfrutando de su firmeza. “¿Y cómo es que nunca me di cuenta de que Darío tenía un culito tan rico?”, llegó a pensar, a pesar de sus escrúpulos. Entonces Nereida comenzó a apreciar otras cosas del muchacho: los labios de Darío se sentían suaves, cálidos y dulces como frutitas silvestres; las sedosas yemas de sus dedos recorrían con gran habilidad sus glúteos, haciendo que se le erizara su piel; y Nereida se sonrojó cuando pensó en su pene…
Darío siempre se había sentido acomplejado por el tamaño de su miembro… pero eso era porque los únicos penes que conocía eran las anacondas que aparecían en sus películas porno. Nereida lo había visto mientras lo acariciaba. El muchacho estaba muy bien dotado y ella no tenía ninguna queja de su largo ni de su grosor (y eso que no era ninguna inexperta en cuanto a hombres). Además, aunque Darío era virgen, no parecía tener ningún problema a la hora de usar su arma.
La idea de que debía huir poco a poco se fue desvaneciendo y la lujuria volvió a tomar el control de su mente. Nereida devolvió el apasionado beso de Darío y le agarró el culo como si sus manos fuesen tenazas. De esa forma empezó a guiarlo en sus embestidas para que la penetrara cada vez más hondo, más fuerte y más rápido.
Separaron sus bocas y el cuarto fue invadido por el sonido de los jadeos de Darío y los gemidos de Nereida. Ambos estaban bañados en sudor.
Su pene le dolía de tanto meterlo y sacarlo… pero era un dolor que le gustaba. Finalmente, Darío sintió que estaba a punto de venirse. Intentó resistirse porque quería seguir disfrutando de Nereida pero, al poco tiempo, ya había eyaculado… y alcanzado el primer orgasmo de su vida. En cuanto sintió la cálida explosión líquida de Darío quemando sus entrañas, Nereida también se vino y alcanzó el orgasmo. Ambos perdieron el conocimiento debido al intenso placer. Una vez que se recuperaron, se abrazaron con suavidad, entrelazaron sus piernas y se dieron delicados besitos ocasionales, al mismo tiempo que emitían profundos suspiros. Así fue como se durmieron.
*******
Nereida no recordaba la última vez que se había sentido tan bien. Tenía la impresión de que una nube negra que había estado rodeando su cabeza por mucho tiempo había desaparecido. Abrió los ojos y vio que el cuarto estaba lleno de luz de sol. “Maldición…”, pensó, “me he quedado dormida… es demasiado tarde…” Ella normalmente se levantaba en la madrugada para empezar con sus deberes. Pensó que la mañana iba a ser complicada. En ese instante notó el brazo que la rodeaba por la cintura. Nereida volvió a ver quién era y vio a Darío aun dormido y completamente desnudo. Entonces se dio cuenta que ella también estaba desnuda y que estaba impregnada con el olor del cuerpo de Darío y él con el de ella. Su sorpresa se transformó en horror absoluto a medida que los recuerdos de la locura que había cometido anoche acudían a su mente como el agua a un diluvio.
Con cuidado de no despertarlo se desprendió de su abrazo y se vistió con rapidez. Salió corriendo de la habitación del chico y fue a la suya. De la gaveta de su mesita de noche sacó una de las pastillas anticonceptivas que le quedaban y fue a la cocina buscando agua para bebérsela, rezando porque tuviese efecto aun en esas circunstancias. Allí, tembló tanto que la pastilla se le cayó dos veces al piso antes de tomársela.
Ella aun no podía creerlo. Sentía estar atrapada en una pesadilla. “Sí, eso tiene que ser… ¡una pesadilla!” Se puso a barrer para despejar su mente pero esta estaba tan trastornada que le pareció que dejaba el piso más sucio que antes. La culpa por lo que había hecho, el no comprender que la había llevado a cometer ese acto, el miedo a la reacción de Regina si se enteraba, las consecuencias que podrían tener sus acciones, el recuerdo del intenso placer que había experimentado, el deseo que aun sentía por el chico (una parte de ella no se sentía arrepentida)… todos estos y muchos más pensamientos y emociones se apelmazaron en su mente al mismo tiempo, convirtiéndose en un maraña amorfa casi ininteligible, un zumbido que le perforaba el cráneo…
Un pensamiento sí era claro: “¡TENGO QUE IRME DE ESTA CASA DEL DEMONIO LO ANTES POSIBLE!” y resolvió llamar a Regina en cuanto terminara de barrer.
Justo en ese momento, escuchó una alegre voz que la llamaba “¡Nereida!” Cuando se dio la vuelta, Darío la besó en los labios y la abrazó con ternura. Sin darle tiempo para reaccionar, él le agarró el trasero con total descaro. Ella se separó de golpe, algo que lo sorprendió.
Cuando Darío despertó, se asombró mucho al ver que estaba desnudo, enredado en el revoltijo en el que se habían transformado las sábanas de su cama y con su ropa en el piso. Entonces empezó a recordar las cosas que habían sucedido anoche. Darío se preguntó si fue un sueño. Después de todo… ¿Qué podía ver en él una mujer como Nereida? Pero después se dibujó una enorme sonrisa en su rostro mientras pensaba “¡Pero por supuesto que fue real! ¿Qué otra explicación podría haber para todo esto?” Se vistió con rapidez y fue a buscarla, esperando hallarla tan amorosa como la noche anterior. No esperaba un recibimiento tan frío.
—Nereida… ¿Qué te pasa? —preguntó él con preocupación.
—¿Qué me pasa de qué? —respondió ella con obvio nerviosismo.
—¿Por qué te separaste?
—¿Cómo que por qué me separo?
—¿Es que ya no te acuerdas de anoche?
Nereida se sonrojó e intentó alejarse.
—¡No me hables de anoche!
—¿Por qué? —y la siguió.
—¿Cómo que por qué?
—¿Es que lo hice mal? ¿Es que ya no te gusto?
Nereida hizo una pausa y lo vio a la cara.
—¡Cómo vas a gustarme! —exclamó, esperando que eso fuese suficiente para que la dejara en paz.
—Entonces, ¿por qué hicimos el amor? Porque tú fuiste la que empezó, eso lo recuerdo bien… y no parecía que te disgustara…
—¡ESO NO ES CIERTO! —gritó, sonrojándose nuevamente.
Darío notó cual era la cuerda que debía pulsar. Cambió su tono por uno pícaro y siguió insistiendo sobre el tema sin importarle cuanto lo negara ella. Al final, se rindió y gritó “¡ESTÁ BIEN! ¡ESTÁ BIEN! Es cierto… ¡Me gustas!… ¡Y lo disfruté!… ¿Ya estás contento?”
Después de una pausa, respondió muy bajo “Sí…” y, después de otra larga pausa, añadió con una sonrisa “¿Podríamos hacerlo de nuevo?”
Nereida se sonrojó tanto que las mejillas le ardieron y abrió la boca de forma que parecía que la mandíbula se le iba a desencajar. Cualquiera hubiese dicho que sus ojos estaban a un segundo de salirse de sus órbitas. No podía creer que Darío fuese capaz de decir algo como eso.
—¡¿PERO CÓMO VAS A PEDIRME ALGO ASÍ?!
—¿Qué tiene de malo? ¿No acabas de admitir que te gusto y que lo disfrutaste? —respondió como si estuviese explicando algo tremendamente obvio.
—¡PERO… es que… Darío… yo… no… —intentó responder pero las palabras se le atascaban en la garganta.
Nereida se detuvo y empezó a respirar hondo, intentando tranquilizarse. Después de un rato, ya menos alterada, intentó explicarle sus razones para no estar con él. “Es que eres menor de edad”. “No importa. Dentro de unos meses cumpliré 18. Podríamos mantenerlo en secreto hasta entonces”. “Pero es que tu madre nunca aceptará que estemos juntos”. “No tenemos porque decirle”, con un guiño del ojo y una sonrisa. Finalmente, Nereida intentó disuadirlo al contarle del conflicto que le causaba el sentirse atraída por el chico que desde hace 5 años criaba como si fuese hijo suyo. No obstante, lo que hizo Darío fue soltar una breve carcajada y exclamar “¡No seas tan exagerada! ¡No has sido mi madre, sólo mi niñera!” Y volvió a intentar besarla.
Ella se apartó al tiempo que gritaba “¡ADEMÁS RECUERDA QUE VOY A RENUNCIAR!”
Darío se detuvo y la miró molesto. Nereida no sabía cuál iba a ser su siguiente paso. Y lo que el muchacho hizo fue eso que ella tanto había temido: usar su belleza andrógina como un arma de seducción. Él convirtió la cálida mirada de sus ojos verdes y el tono suave de su voz en carnadas para hacerla caer en sus redes. Ella no podía negar lo tentadores que lucían sus delicados labios. Seguía intentando tocarla y, cada vez que sentía la suavidad de las yemas de sus dedos rozándola, escalofríos recorrían su cuerpo entero.
Además del porno, Darío tenía otras aficiones. Era una persona muy culta. Amaba la lectura. Todo su conocimiento en poesía y literatura le fue útil a la hora de formular desde conmovedoras promesas de amor hasta apasionadas alabanzas a su belleza. Él ya tenía experiencia en esto. Como muchos otros jóvenes de su edad, estaba suscrito a un foro en internet donde intercambiaba anécdotas e ideas (era mucho más fácil para él expresar lo que pensaba en internet gracias al anonimato que otorga). En el subforo dedicado a la Literatura tenía su propia sección donde subía sus poemas y relatos breves. Era frecuente que plasmara el deseo que sentía por Nereida (aunque nunca la había llamado por su nombre ni dado a entender que se trataba de una persona real). Con la ayuda de los consejos y críticas constructivas de sus compañeros había pulido su pluma y desde hacía un tiempo no recibía más que halagos de ellos. Si Nereida no llevase ya algún tiempo loca por él, tan sólo las cosas que le dijo en esos momentos hubiesen bastado para derretirla.
El muchacho percibió el efecto que estaba teniendo en ella y finalmente comprendió que su don para la palabra podía servirle para más que un mero pasatiempo. Nereida pudo rechazarlo y convencerlo de que la dejara en paz unos momentos para terminar de barrer. No obstante, eso requirió un gran esfuerzo. Aunque no quisiese reconocerlo, las dulces palabras de Darío la hacían sentir que la ropa le estorbaba. La humedad de su sexo y la dureza de sus pezones se habían vuelto insoportables, casi dolorosas.
Nereida miraba con un poco de miedo a Darío, quien parecía haberse convertido en otra persona. Aunque de vez en cuando había logrado sacarle una sonrisita, el Darío que conocía era un muchacho que su estado de ánimo normal era de una serena melancolía. Pero, en esos instantes, su humor era sencillamente fulgurante: el chico brincaba, reía, bailaba y daba otras muchas expresiones de júbilo que, a pesar de todo, tenían mucho de inocentes e infantiles.
A pesar de que Gladys le había dado todo el cariño que era capaz de ofrecer, ella seguía siendo sólo la criada y era Regina la que decidía como es que iba a ser criado su hijo. Y lo que ella decidió era que su hijo no iba a ir a ningún lugar que no fuese de la casa a la escuela y de la escuela a la casa. Ni siquiera le permitió juntarse con otros niños de su edad. Sus estudios eran lo único que debía haber en su vida. Darío nunca tuvo una infancia de actividad bulliciosa y travesuras. Ni siquiera había experimentado la rebeldía de la adolescencia. Era un jovencito muy bueno, sumiso y obediente. Pero haber experimentado el sexo había hecho que tirase su cautela por la borda y toda la energía juvenil sellada en su interior se liberase de una sola vez. Y el espíritu rebelde que no se había manifestado hasta entonces finalmente hizo acto de presencia: estaba listo para cometer algunas diabluras.
Nereida le dio de desayunar demasiado tarde y le dio de almorzar demasiado temprano. Esto en parte por su propia alteración pero también porque él volvía una y otra vez a cortejarla. Nereida siempre lo rechazaba pero, en el fondo, deseaba entregársele.
Intentó varias veces llamar a Regina pero, cada vez que intentaba marcar su número en su celular, ahí estaba Darío para interrumpirla con más palabras dulces y miradas tiernas. Pensó que sería más fácil si Regina la llamaba a ella, como hacía a menudo para darle instrucciones, pero, por alguna razón, no la llamó ese día. Darío sí había recibido una llamada de su madre a su celular pero, cuando Nereida le pidió que le dijese que deseaba renunciar y él no lo hizo, ella preguntó “¿Por qué no se lo dijiste?” “¿Por qué habría de hacer eso?”, respondió con tranquilidad y una expresión arrogante en el rostro. Decidió que lo mejor sería esperar hasta que fuese hora de que él partiese a la escuela para poder llamar a Regina.
Y llegó la hora de que Darío fuese a clases. Se quitó la ropa, se puso su uniforme y se despidió de ella con un “hasta luego”, como si no estuviese pasando nada. Pero Nereida no llamó a Regina. Decidió que primero iba a cambiarse las bragas, que estaban prácticamente empapadas y ya no las soportaba. Después recordó que tenía que hacer unas compras en el supermercado y salió a hacerlas. Después de regresar recordó que tenía otra cosa que hacer… y otra y otra… Tuvo que pasar una hora desde que Darío se fue a la escuela para que ella admitiera angustiada que estaba poniéndose a hacer cualquier minucia con tal de no llamarla. Había necesitado de un gran esfuerzo para decidirse a abandonar la casa y a Darío. Pero, ahora que sabía la clase de dulzura de la que el muchacho era capaz tanto dentro como fuera de la cama, le iba a ser muchísimo más difícil convertir sus proyectos en acciones. No quería reconocerlo pero lo extrañaba: deseaba que no se hubiese ido a la escuela.
Se dio cuenta que primero tendría de deshacerse del deseo que sentía por él para poder llamar a Regina. Pensó que hacer los deberes de la casa la ayudaría a despejar su mente pero ya lo había hecho todo. Intentó ver televisión para distraerse pero no pudo encontrar nada que le llamara la atención. Puso música para bailar un rato pero no pudo dar un solo paso. Salió a caminar un rato pero, al volver, su inquietud aun estaba allí. Finalmente, harta ya de todo eso, decidió qué es lo que iba a hacer para dejar de desearlo.
Fue a su cuarto y se encerró dentro, sintiendo bastante vergüenza por lo que estaba por hacer. Se quitó los pantalones y las bragas y se acostó boca arriba en su cama. Sus manos descendieron a su entrepierna buscando su vulva, ya empapada por la excitación. Sus dedos abrieron los labios y entraron para recorrer, acariciar y frotar todos sus puntos sensibles, que ya conocía muy bien.
Mientras hacía esto soñaba. Fantaseaba con Darío. Pensaba en su sedoso cabello, en sus bellos ojos verdes, en la suavidad de su piel, en la calidez de sus besos, en la dulzura de su voz, en su cuerpo delgado y esbelto aplastando sus pechos, en las tiernas palabras que le había dedicado, en sus manos recorriéndola, en la dureza de su culo y en su pene entrando y saliendo de ella. Cerró los ojos y empezó a susurrar “Darío… Darío…”
Ella arqueó su espalda de placer y empezó a transpirar. Movía sus dedos cada vez más rápido en su sexo. Se vino con un gemido. Sus dedos quedaron cubiertos de sus fluidos vaginales.
Había pensado que masturbándose podría despejar su mente lo suficiente como para llamar a Regina. Aunque ya estaba tranquila, su cerebro había caído en una especie de aletargamiento y olvidó (o no quería) tomar su celular y marcar el número. Simplemente se quedó allí, soñando con Darío. Imaginando que era rodeada por sus brazos, cobijados ambos por el sopor postcoital.
Después de un rato el deseo volvió con mayor intensidad. No recordaba cuando se había levantado y puesto a, simplemente, deambular por la casa como si fuese una sonámbula. Aunque intentó resistir la tentación, volvió a encerrarse en su cuarto para repetir la misma operación. Aunque volvió a sentir el mismo alivio, de nuevo este fue sólo temporal y el deseo volvió con aun más intensidad que antes. Después de masturbarse una tercera vez, finalmente reconoció cuál era su verdadero anhelo: hacer el amor con Darío. Ya nada más le importaba, sólo satisfacer esa necesidad. Y eso era lo que iba a hacer.
Pero la espera hasta que regresara de la secundaria fue prácticamente insoportable. Nereida estaba ardiendo y caminaba de un lado a otro de la casa como una leona enjaulada. La lujuria la estaba volviendo loca. En un momento, llegó a pensar que su tardanza era porque algo malo le había pasado, hasta que se dio cuenta que, para que esa idea estuviese justificada, Darío tendría que estar retrasado en primer lugar.
Sentía que iba a reventar hasta que, a la hora a la que siempre volvía Darío, escuchó su voz llamándola. Ella salió corriendo a su encuentro.
Sin importar que sucediese en su vida, Darío era capaz de abstraerse y concentrarse únicamente en sus estudios cuando estaba en la secundaria. No obstante, como le estaba ocurriendo últimamente, entre ejercicio y ejercicio no fue capaz de evitar que su mente su desviase por otros derroteros. Sus compañeros de clase y sus profesores habían aprendido a convivir con ese extraño alumno que lucía como una alumna, casi no hablaba y tenía unas calificaciones impecables. Pero aun ellos fueron capaces de notar los cambios en su persona. En los últimos meses, cada vez que terminaba un ejercicio y no tenía nada para hacer en el aula o cuando se sentaba solo en el recreo (como siempre hacía), se le pasaba con el seño fruncido, moviendo los labios como si estuviese refunfuñando cosas para sí, rascando sus manos y moviendo sus pies insistentemente. En esos momentos, estaba pensando cosas malévolas para luego sentir vergüenza de estas. Ese día, notaron de inmediato la nueva transformación en la actitud de Darío. Ahora, en lugar de hacer esas cosas, se quedaba inmóvil como una estatua, con la boca ligeramente entreabierta y la mirada perdida. A él le preocupaba qué estuviese haciendo Nereida en casa. Ella podía llamar a la policía para denunciarlo por acoso sexual, llamar a su madre para acusarlo o, peor, simplemente irse y nunca más volver. Le aterraba lo que pudiese encontrar a su regreso. Si el recuerdo del inmenso placer que le había provocado anoche no estuviese contrarrestando ese terror, él habría estado temblando de forma espantosa. Y viceversa: de no ser por ese terror, el recuerdo de su encuentro habría dibujado en su rostro una idiota sonrisa de oreja a oreja.
Cuando salió de la escuela, volvió a su hogar, entró y no halló a Nereida de inmediato. Empezó a recorrer, temeroso, el lugar llamándola. Nunca se imaginó la bienvenida que ella iba a darle.
*******
Nereida vino corriendo hacia él, lo abrazó con fuerza y besó con pasión. En un primer instante esto sorprendió mucho a Darío… pero después de unos segundos la sorpresa desapareció y simplemente devolvió el beso y el abrazo. Se estaban devorando el uno al otro. ¡Sin duda era un mejor recibimiento que el que le había dado en la mañana!
Ella le quitó la mochila y sus manos bajaron por su cuerpo. Una llegó a sus nalgas y se las apretó con fuerza, disfrutando de ellas. La otra llegó a su entrepierna, bajó la cremallera de su pantalón y buscó su miembro. Cuando lo encontró, empezó a masturbarlo con mucha energía, haciéndolo atragantarse. Para no quedarse atrás, él, sorprendido pero para nada disgustado, le agarró el culo a ella con una mano y con la otra procedió a sobarle las tetas.
Nereida empezó a moverse, sin dejar lo que estaba haciendo, y Darío la siguió. Ella se dirigía a la sala, que era lo que estaba más cerca. Al llegar, lo guió hasta el sofá. Ella sabía, por una ocasión que había tenido sexo allí con una pareja anterior, que ese sofá era tan cómodo como una pequeña cama.
Ella acostó al muchacho en el sofá y rompió el abrazo. Él protestó al principio pero se quedó en silencio cuando se dio cuenta de que ella le estaba quitando los pantalones y los calzoncillos. Los carnosos labios de Nereida le habían producido las fantasías más lascivas a lo largo de los años. ¿Iban a hacerse realidad en ese momento?
La respuesta fue afirmativa. Nereida agarró su polla con fuerza y empezó a darle unos buenos lengüetazos que recorrían toda la longitud del órgano, empezando en la base. Le chupaba la cabeza al miembro y, de vez en cuando, le daba unos besos sonoros o le hacía cosquillas con la punta de la lengua. Darío se puso a acariciar su hermosa melena, como si estuviese guiándola en la felación, pero esto no era necesario: ella era toda una experta en la materia, no necesitaba ayudas de ningún tipo. Entonces Nereida procedió a meterse y sacarse el miembro de Darío a gran velocidad, metiendo la mayor cantidad posible de carne en cada ocasión, mientras sus manos se deslizaban por la barriga del muchacho. De cuando en cuando, dejaba de chuparle la polla y usaba su boca para mimarle las bolas por unos momentos antes de volver a usar sus poderes de succión en su pene.
Darío se sentía en el paraíso. La boca de Nereida se sentía mil veces mejor en el mundo real que en su imaginación. Jadeaba ruidosamente mientras una inmensa sonrisa decoraba su rostro. Arqueaba su espalda, sudaba y se retorcía a causa del torrente de placer que inundaba su cuerpo entero. Logró abrir los ojos con gran esfuerzo para ver lo que Nereida le hacía. En su rostro, en esa mirada desafiante que le dirigió, había un aire casi diabólico que la hacía lucir aun más sensual de lo que ya era. Su polla relucía a causa de la saliva que la cubría. De repente, explotó en la boca de su amada, un gruñido escapando entre sus dientes apretados, llenándola con un caliente líquido blanco que ella tragó con buen apetito y haciendo ruidos obscenos que daban a entender que era lo más delicioso que había probado en su vida. El muchacho quedó tendido sobre el sofá con los ojos cerrados, temblando, jadeando, hasta que se calmó.
Una vez que lo vio sosegado, Nereida le habló:
—Darío… abre los ojos…
Él obedeció. Abrió los ojos y volvió a verla muy lentamente. Ella, al igual que él, sonreía. No es que fuese la primera vez que ella hacía una mamada o que le disgustase hacerlo, al contrario, sino que era algo que hacía para complacer a sus parejas, no porque le produjese placer. Pero, con Darío, todas las sensaciones (los olores, los sabores, las texturas…) se sentían nuevos… y tan fascinantes y exquisitos… Ella continuó:
—¿Te gustó, papi? —preguntó con una sonrisa pícara, los ojos entornados y un tono sensual.
—¡Cómo no va a gustarme! —respondió él con júbilo.
—Pues quiero que sepas que eso fue un favor… y los favores se devuelven… —continuó, de la misma forma.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, que no entendía.
Ella, sin perder su sonrisa, se paró del sofá y le dio la espalda. Se bajó los pantalones mientras se empinaba de forma provocativa, casi poniendo su culo en la cara del muchacho. Repitió la misma operación cuando se quitó las bragas, y Darío pudo obtener un excelente primer plano de su trasero completamente desnudo. Ella se volvió a acostar en el sofá, haciéndolo un poco a un lado, y abrió sus piernas lo más que pudo. Prosiguió:
—¡Pues que quiero que tú me hagas lo mismo!
Darío enmudeció, mirándola con expresión vacía. A Nereida le extrañó la reacción del chico y se preguntó, con preocupación, si no le había pedido demasiado para su segunda vez. Después de un minuto, sonrió con suavidad y le respondió:
—Está bien… pero será a mi manera…
Ella, sorprendida un poco e intrigada un poco más por esa respuesta, sólo le sonrió y asintió. Él empezó por su cuello, besándolo y lamiéndolo. Se sintió muy agradable. Le quitó su camisa y su sostén y jugó con sus pechos como lo había hecho la noche anterior. Pero, esta vez, como no estaban en la oscuridad, él pudo admirar los pezones y las aureolas de Nereida; sus pezones, como todo en ella, eran perfectos: grandes, gordos, rugosos, suculentos y (al igual que sus aureolas) muy oscuros. Cuando él puso su rostro entre sus pechos, ella volvió a apretárselo como la otra noche. Cuando terminó, a Nereida le había quedado la piel de gallina y los pezones tan duros como el mármol. Fue bajando poco a poco por su cuerpo, deteniéndose en su ombligo para que su lengua jugara con el pirsin en este un rato. Eso la hizo sentir cosquillitas.
Finalmente llegó al sexo de Nereida. Él acarició ese pubis perfectamente depilado. Ella echó su cabeza hacia atrás, los dedos del chico se sentían muy bien. Entonces, empezó a probar su sexo, moviendo su lengua sobre la húmeda y caliente rajita y pellizcando los labios vaginales con sus dientes y sus labios, sin olvidarse de consentir también el clítoris. De vez en cuando, también metía sus dedos brevemente sin dejar de chuparla. El chico también gustaba del sabor de los jugos de su amante. Ella sintió que iba a volverse loca de placer, gemía de forma descontrolada y hasta llegó a preguntarse si realmente fue ella quien tomó la virginidad de Darío debido a la genuina destreza que estaba demostrando en ese instante. Ella había estado acariciando el sedoso cabello del chico pero, a medida que se acercaba a su orgasmo, pasó a enterrar sus uñas en su cuero cabelludo, como queriendo evitar que se apartase un solo milímetro, aunque fuese en broma, de lo que estaba haciendo. Eventualmente, Darío hizo que se corriera y le mojó la cara con su flujo.
Cuando Nereida se calmó, se percató, para su alegría, que Darío había recuperado su poderosa erección. Ella lo acostó boca arriba en el sofá y, agarrando con fuerza el mástil del chico, poco a poco se fue sentando sobre esa estaca de placer, introduciéndola en su cuerpo. Esto sucedió con facilidad pues, para ese momento, ya estaba perfectamente lubricada. Anoche él se la había follado. Hoy iba a ser ella la que se lo iba a follar a él.
Nereida sabía la danza del vientre, la samba y el baile hawaiano. Era capaz de mover sus caderas de una forma sencillamente sensacional. Empezó a moverlas en círculos, a los lados, hacia atrás y hacia adelante y de arriba a abajo, como si estuviese bailando una seductora rutina. También le propinó docenas de sentones a ese caliente y tieso falo. El muchacho recordó todas las veces que se había calentado los sesos leyendo comentarios en internet de cómo las bailarinas eran las mejores amantes. Que así como la mujer se movía en la discoteca se movía en la cama. No le quedó más remedio que reconocer que tenían toda la razón. Darío agarró los enormes glúteos de Nereida, y haló y empujó su cuerpo como guiándola en sus arremetidas, pero, como en su felación, ella no necesitaba de ninguna ayuda. Ella cerró los ojos, arqueó su espalda y se echó hacia atrás, apoyándose con sus manos.
Comenzó a aumentar, poco a poco, el ritmo de sus movimientos, haciéndolos cada vez más veloces y enérgicos, y la profundidad a la que se introducía la verga del chico. Quería que esa polla recorriese hasta el último rincón de su vagina. Que ese lingote de carne se enterrara lo más hondo posible dentro de ella. El grosor del muchacho y su propia estrechez encajaban perfectamente y le estaban provocando un placer máximo que no había experimentado en mucho tiempo.
La sala era llenada por sus escandalosos jadeos y ambos estaban enrojecidos y sudorosos. Darío tenía los ojos cerrados y una expresión en el rostro que denotaba el inmenso placer que sentía. Sus piernas tenían espasmos, sus testículos rebotaban al ritmo de la danza de Nereida, su pubis y sus nalgas le estaban dando el mejor masaje imaginable. Su boca lo había hecho sentir que había tocado el cielo pero, aun esa sensación, palidecía ante lo que sus caderas estaban haciéndole. La voracidad del sexo de Nereida empequeñecía por mucho a la voracidad de su boca. Sintió que iba a morir de puro placer. Como ya se había venido estaba tardando en eyacular esta vez… y deseó que eso nunca sucediera… quería que ambos estuviesen haciendo esto, sin ser interrumpidos, por el resto de la eternidad.
Con gran esfuerzo, el muchacho pudo abrir los ojos. Lo que vio fueron los hermosos y abundantes senos de Nereida bamboleándose justo encima de su rostro. Esa fue una imagen demasiado tentadora como para resistírsele. De golpe, se dobló hasta alcanzar los pechos con la boca (sin que sus manos dejaran lo que estaban haciendo). Sus labios y sus dientes empezaron a adorar su exquisito busto como ya había hecho antes y, de nuevo, ella usó sus manos para apretarle el rostro con esa carne y para acariciarle el cabello.
Siguieron en esa posición un rato hasta que ambos empezaron a sentirse exhaustos. No obstante, la intensidad de sus movimientos y de sus jadeos no había disminuido sino que había alcanzado el clímax. Finalmente, Darío sintió su pene palpitar. Sabía lo que eso significaba. Su boca dejó los pechos de ella y sus manos dejaron sus nalgas. La agarró de los hombros y la empujó hacia abajo, como deseando empalarla lo más profundo que pudiera en su sable. Logró inmovilizarla haciendo esto y, un par de segundos después de lograr esa hazaña, expulsó el último hilito de semen que había quedado en su cuerpo con un bramido triunfal. Al sentir esto, ella también se vino, mojándolo con su flujo y dejando que de su garganta escaparan auténticos alaridos de lujuria.
Ambos colapsaron, agotados, jadeando, temblando, empapados en sudor. Se quedaron abrazados, con ella encima de él. Y en esa posición se durmieron.
*******
Durmieron durante más de una hora. Despertaron y permanecieron en la misma posición un largo rato: ella acurrucada encima de él y él rodeándola con sus brazos. Estaban tranquilos pero en silencio. No habían pronunciado una sola palabra. Sus miradas estaban perdidas en el vacío. De vez en cuando uno de ellos dedicaba alguna caricia distraída al cuerpo del otro.
Fue ella quien rompió el silencio:
—Perdóname… —dijo con un tono de voz muy quedo.
—¿Qué te tengo que perdonar? —preguntó él extrañado.
—Que ya es muy noche y aun no te he preparado la cena.
Él dejó escapar una risita incrédula:
—¡Pero si me acabas de dar de comer unas ricas frutas maduras! —y le besó un pezón juguetonamente.
Ella rió como una tonta y lo vio a los ojos. La expresión de los rostros de ambos cambió. Se volvió seria y se quedaron viendo en silencio unos instantes.
—Nereida… te amo… ¡Te amo! ¡Te deseo! ¡Te adoro! ¡Y así ha sido desde que te vi por primera vez! —Continuó él, notablemente emocionado.
—Yo también te amo… estoy loca por ti… —contestó ella, también emocionada— Tiene crimen que nunca me haya dado cuenta hasta hace poco de lo guapo que eres… ¡Si es que hasta me dan ganas de untarte miel por todo el cuerpo y comerte de un bocado! —volviendo a reír como una tonta.
Y se volvieron a besar. Fueron largos besos llenos de dulzura y de pasión. Cuando dejaron de besarse, ella lo volvió a ver. Su rostro había adoptado una expresión triste.
—¿Te sucede algo? —preguntó con preocupación.
—Nereida… —empezó él con timidez.
—¿Sí? Dime.
—Ya no vas a llamar a mi mamá para decirle que renuncias, ¿verdad?
Ella soltó una breve carcajada y prosiguió:
—¡No, ya no! ¡No sería capaz de alejarme de tu lado nunca!
Y volvió a besarlo con adoración. Él sonrió y le devolvió esos tiernos gestos de amor.
Se quedaron abrazados, disfrutando del calor que emitían sus cuerpos desnudos por un largo rato. Pero finalmente tuvieron que levantarse del sofá. Se estaban muriendo de hambre.
*******
Unos pocos días después de estos eventos, Regina llegó a pasar algo de tiempo en su hogar. Nereida la esperaba en la acera frente a la casa. Llegó en taxi. Vio a la criada vestida como siempre la había visto: con unos pantalones y una blusa holgada que hacían un muy buen trabajo ocultando sus perfectas curvas, nada de maquillaje en su rostro y con su cabello atado en un moño para lucir aun más conservadora. Su hijo no se encontraba en casa. A esa hora él estaba en la secundaria.
Nereida se fijó en su patrona. Aunque tenía 51 años, se veía mucho mejor que muchas chicas de la mitad de su edad. Era obvio de quien era que Darío había heredado su belleza. Esperaba que él también luciese así de bien al llegar a esa edad.
Al principio, a Nereida la desconcertaba la forma en la que ella trataba a Darío. La mayor parte del tiempo era distante con él y, en las veces que invitaba a ejecutivos de la compañía a su casa, se aseguraba que su hijo estuviese allí perfectamente peinado, vestido y perfumado. Era ella la que insistía que se dejase largo el pelo (él quería llevarlo corto) porque “así luces más bonito”. Cuando sus socios llegaban, ella siempre tenía a su hijo al lado, hablando, con una enorme sonrisa en su rostro, de sus perfectas calificaciones, de lo excepcional de su inteligencia, del brillante futuro que le esperaba, etcétera. Era bastante evidente que, para Darío, esas ocasiones eran sencillamente dolorosas: apenas hablaba, se la pasaba cabizbajo y con una expresión miserable en el rostro… básicamente, cualquiera podía ver que deseaba estar en cualquier otro lado en lugar de allí.
Al ser un chico tímido, era predecible que esa fuese su reacción al ser puesto frente a hombres que provenían de un mundo de competencias feroces. A Nereida le disgustaban esas ocasiones: no quería ver a Darío siendo infeliz y Regina daba la impresión de que no amaba a su hijo, que sólo lo tenía como un trofeo o un juguete caro del cual presumir. Pero otras veces, Regina daba una impresión completamente opuesta.
Lo primero que hacía cuando veía a su hijo era rodearlo con sus brazos y frotarse en su contra mientras le decía unos cuantos apelativos cariñosos que no parecían que una mujer adulta fuese capaz de decir en voz alta. Tal vez una niñita los usaría, pero definitivamente no una mujer adulta, mucho menos una supuesta gran señora como Regina. En esos momentos ella lucía ridículamente sentimentalista. Esa misma escena se repetía varias veces al día, aleatoriamente, durante su estancia en la casa. Nereida pensó que Regina tal vez lo hacía para guardar las apariencias: después de todo, no luciría bien que la gente se enterara que no quería a su hijo. Tuvo que esperar hasta la primera vez que Darío se enfermó para salir de dudas sobre cuáles eran los sentimientos que ella tenía por su hijo.
Un domingo, Darío despertó sintiéndose resfriado. No era nada grave: siempre y cuando tomara sus medicinas y no se levantara de la cama, al día siguiente estaría perfectamente bien para ir a la escuela. Pero en cuanto se lo comentó a su patrona, esta comenzó a acribillarla con llamadas casi constantes, preguntándole por cómo estaba su hijo, como se sentía y que tal progresaba. En el teléfono se escuchaba una voz inmensamente preocupada, parecía que estaba a punto de romper en llanto, y le hablaba como si lo que estuviese en juego fuese el destino del mundo. Las llamadas continuaron a altas horas de la noche, y la obligaba a levantarse, ir al cuarto de su hijo y ver como estaba. Estas cosas se repitieron todas las veces que Darío enfermó de levedad. La única vez que Darío enfermó de gravedad la escena fue muy distinta. El muchacho había contraído una neumonía por una vez que lo sorprendió una lluvia intensa mientras regresaba a casa de la escuela. En cuanto se enteró de esto, Regina abandonó una serie de reuniones muy importantes de la que estaba participando, voló de regreso a casa con la mayor urgencia y luego no se separó de su hijo hasta que se recuperó por completo. Ella lo cuidó personalmente, no permitiendo que Nereida se le acercara o lo tocara. Dormía en la silla que puso al lado de su cama. Y todo el tiempo su rostro estuvo trastornado por una expresión absolutamente devastada.
Como siempre, Nereida tomó sus pesadas maletas y las llevó al cuarto que ella ocupaba. Regina se dirigió al comedor, donde sabía que era esperada por un plato de comida caliente. En cuanto la sirvienta terminó de sacar las cosas de las maletas y guardarlas en sus lugares, se plantó en la entrada del comedor para esperar que la señora acabase, para poder llevarse los trastes sucios. Cuando Nereida se acercó para recogerlos, Regina preguntó:
—¿Sucedió algo importante que deba saber?
—No. Nada que valga la pena mencionar —respondió con una sonrisa.
*******
Los meses que siguieron a aquella noche fueron de hedonismo puro y duro. Ellos hacían el amor dos y hasta tres veces al día. No hubo posición sexual de la que no disfrutaran, ni juego sexual que no probasen, ni superficie de la casa donde no derramasen sus fluidos corporales. Cada uno de ellos dejó al cuerpo del otro repleto de marcas de mordidas y arañazos. Aunque el chico no lo había hecho nada mal en sus primeras veces, se notaba que seguía siendo bastante inexperto… y ella fue más que entusiasta en compartir con él toda su experiencia en materia de sexo. Satisfizo todas las fantasías sexuales del muchacho y, al mismo tiempo, aprovechó para llevar su propia sexualidad aun más lejos. Con Darío hizo cosas que nunca se había atrevido a hacer con ninguna de sus parejas anteriores.
Ella volvió a vestirse de la forma atrevida que a él tanto le encantaba. También modeló para él bikinis diminutos y candentes conjuntos de lencería. Y volvió a aceptar cada vez que le ofrecía una paletita. También desarrollaron cierta afición por ducharse juntos (y mucho más que ducharse).
Pero esto no se detenía allí. Ella no sólo usó su talento para el baile para demostrarle su flexibilidad en la cama. Nereida usó su extenso conocimiento en estilos de baile para montar para Darío candentes shows privados en los que bailaba para él vistiendo sus ropas más sexys, o sus lencerías y sus bikinis, o, a veces, nada de nada con excepción de unos zapatos de tacón altísimos. Estos shows normalmente eran sucedidos por intensas sesiones de sexo. Pero, pronto, esto dejó de ser suficiente para Darío. Una noche, él la invitó para que viera unos videos de YouTube con él. Él primero escribió un nombre extraño que nunca antes había escuchado en su vida: “Lexy Panterra”. Después de mostrarle unos cuantos videos, escribió más nombres igual de raros que tampoco conocía, como “Iggy Azalea” y “Nicki Minaj”, entre otros (Nereida no escuchaba música en inglés). Una vez que hubo terminado de mostrarle videos, dijo, con una voz, una sonrisa y una mirada muy sexys:
—¿Sabes qué? Me gustaría que bailaras así para mí.
Para ella, eso fue un poquito insultante para su talento porque no consideraba que el “perreo” mereciese ser considerado una forma de bailar. Pero Nereida quería mucho a su Darío y, como al día siguiente él tenía que ir a la secundaria, ella aprovechó la tarde para ensayar la rutina que iba a mostrarle a su amante. Esa misma noche, después que él hubiese digerido su cena, ella lo llevó al sofá, se puso su camisola más ceñida y sus shorts más cortos, puso un poco de hip hop y le mostró su interpretación personal del “twerking”. Darío la recompensó interrumpiéndola a mitad de su rutina al arrojarse sobre ella como un animal salvaje y administrarle una sesión deliciosamente feroz de sexo anal que hizo que todo valiese la pena.
(El sexo anal es una de las cosas que ha descubierto junto a su Darío. Con un culazo como el suyo, es lógico que cada hombre que haya pasado por su vida le haya pedido que se abriera de nalgas para él, pero Nereida siempre se había negado por miedo al dolor. Pero ella nunca pudo negarse por mucho tiempo a cumplir las fantasías del dulce Darío y es así como, eventualmente, perdió su virginidad anal… y, una vez que descubrió como lo hizo, sólo pudo preguntarse porque es que había tardado tanto en decidirse.)
Pero, pronto, ni siquiera el perreo de Nereida fue suficiente para Darío. Así que él la convenció de que aprendiese para él el Santo Grial de los bailes sexys: el striptease. Ponían un caño de stripper en mitad de la sala, él se sentaba en el sofá y ella realizaba alguna rutina simplemente espectacular. El caño había sido comprado en una “sex shop” local… y esa no sería la única visita de Nereida a la tienda…
Debido a su afición por los uniformes, vaciarían esa “sex shop” de estos. Darío pudo ver a Nereida de todas las formas en las que siempre había deseado verla: de colegiala, de geisha, de conejita de Playboy… y su máxima fantasía: Nereida usando un uniforme de mucama francesa.
Esos uniformes les dieron un buen pretexto para interpretar toda clase de traviesos roles. Por ejemplo, cuando Nereida se ponía el disfraz de colegiala, ellos fingían que él era un profesor y que ella había sacado bajas calificaciones o había hecho alguna travesura por la cual debía ser castigada. Ella suplicaba que no la castigara y le rogaba que le diera la oportunidad de hacer algo para enmendarse. Lo que al “profesor” se le ocurría era acostarla boca abajo en su regazo, levantarle su minifalda y darle unas nalgadas juguetonas. Nereida se quejaba “auch” con cada nalgada de forma también juguetona y con una sonrisa en el rostro. Después de esto, él procedía a quitarle las bragas. Otro ejemplo era cuando ella se vestía de secretaria. En esa ocasión, Darío era el jefe y Nereida una secretaria buscando un aumento o un ascenso. Ya pueden imaginar que era lo que el “jefe” le pedía a cambio. Al principio, a Nereida estos jueguitos le parecieron bastante tontos pero pronto les cogió gusto y llegó a disfrutar de ellos tanto como su Darío del alma.
Darío era el que pagaba las cuentas de la “sex shop” y las clases de stripper. Su madre le daba una mesada generosa y él, que normalmente no gastaba mucho, tenía bastante dinero en una cuenta en el banco a su nombre. Imaginó que su madre vigilaba su cuenta así que, anticipando que tantos retiros llamarían su atención, planeó un ardid. Si su madre le preguntaba en que había gastado tanto dinero, él le mostraría varios videojuegos, películas, libros y otras cosas que había comprado con más retiros. Pero, la próxima vez que su madre llegó a la casa, Darío notó que ella no hizo ningún comentario. Después de unos días, tentando su suerte, empezó a hablarle a su madre de las cosas que había comprado durante la cena. Ella lo escuchó con cierto desinterés, hizo unos cuantos comentarios genéricos y volvió su atención hacia su comida. Darío se dio cuenta que había sido un paranoico: si su madre le había dado dinero era para que lo gastara, no iba a molestarle que su hijo vaciara la cuenta.
Saber que podía actuar impunemente hizo que enloqueciera con sus compras. Darío halagó a su novia con toda clase de regalos caros. Ropa, zapatos, joyas, cosméticos… con sus obsequios, Nereida bien podía aparentar ser la dueña de la casa. Darío sólo se contuvo cuando Nereida le habló de ciertos comentarios que habían hecho sus amigas: no lo decían directamente, pero insinuaban que era una prostituta a la cual estaban pagando por sus servicios. Cuando sucedió eso, ellos se pusieron de acuerdo que, en adelante, sólo le compraría regalos en ocasiones especiales.
No sólo seducía a Nereida con regalos. El muchacho daba unos masajes deliciosos. Ella se acostaba boca abajo y él empezaba a recorrer su espalda expertamente. Esas sesiones la hacían relajar hasta el último músculo en su cuerpo. Y, en un instante, cuando sus manos pasaban de su espalda a sus nalgas y/o en busca de su sexo o cuando cambiaba sus dedos por sus labios y su lengua, él hacía que esos masajes pasaran de “relajantes” a “excitantes”. (Ella también intentaría darle masajes a él, pero pronto descubrieron que ese no era uno de los talentos de Nereida; sentir sus nalgotas sentadas encima de él fue la única parte del masaje que Darío disfrutó).
Le leyó la gran cantidad de composiciones que le había dedicado (y que seguía escribiendo en su honor). El amor de Darío por ella había recorrido todas las escalas: a veces tierno e ingenuo, a veces melancólico y contenido, a veces tempestuoso y desgarrado, a veces lascivo (pero sin perder la elegancia) y, a veces, con arrebatos que rayaban lo místico. No fueron pocas las veces que a una conmovida Nereida se le escapaban las lágrimas mientras Darío le leía un poema o un relato que ella le había inspirado.
También compartió con ella su extensa colección de porno para… “inspirarse” en lo que iban a hacer en la alcoba. Les gustaba verlo juntos, con él sentado en su silla y ella sentada sobre sus piernas. Ella amaba sentir bajo sus glúteos la endurecida verga del muchacho, atrapada en sus pantalones y ardiendo de deseos por entrar en su cuerpo. Y él adoraba sentir el peso de las nalgotas de su amada aplastando su hombría. También, sus manos jugaban con sus pechos y cubría la espalda, cabellera y hombros de Nereida con besitos. Entre el porno, las manos y los besos de Darío, Nereida terminaba calentándose tanto que brincaba y se arrancaba la ropa frenéticamente, desesperada por reproducir las escenas que acababa de ver.
Aunque, a veces, ni siquiera necesitaba hacer nada de eso para calentarla. Sus nalguitas de bebé aun la volvían loca y ella aprovechaba cualquier oportunidad para agarrárselas. Y, al igual que Regina, se puso a disuadirlo cada vez que hablaba de usar el cabello corto; se había vuelto adicta a pasar sus dedos entre largos cabellos que parecían seda bañada por el sol. Pero Nereida odiaba el vello corporal y convenció a Darío de depilarse como ella. La primera vez que lo hizo, se arrepintió enseguida. Le dolió tanto que se preguntó cómo demonios había aceptado hacerse eso. Pero, cuando tuvo sexo con Nereida, ver como se le iluminó el rostro cuando vio que no tenía un solo vello en sus partes íntimas y el entusiasmo con el que lo amó hicieron que llegase a la conclusión de que tal vez valía la pena soportar ese proceso de nuevo.
La única cosa mala en este periodo eran las visitas de Regina. Pasar de la lujuria más desenfrenada a ni siquiera volver a verse durante días enteros para no despertar sospechas era casi insoportable. Su madre no era ninguna tonta y seguro que habría interceptado miradas de deseo, charlas o besos furtivos. Ni siquiera podían hacerlo a hurtadillas de noche. Regina tenía un sueño muy ligero. Por cualquier cosa se despertaba y el sexo entre ellos era demasiado voraz como para no llamar su atención. También se levantaba con frecuencia para beber agua o comer algún bocado. Ella podría haberlos escuchado o descubierto mientras uno de ellos iba o volvía del cuarto del otro.
Tampoco podían verse en secreto en otros lugares (algo que intentaron) pues ella de inmediato había sospechado del hecho que ambos se ausentaran al mismo tiempo.
No obstante, contaban con ventajas: Regina nunca llegaba a la casa de improviso. Siempre llamaba avisando el día y la hora a la que iba a venir pues le gustaba ser recibida por un plato de comida caliente y un par de manos que guardase sus pesadas maletas por ella. Esto les daba tiempo para que limpiaran y ocultaran la “evidencia” de sus “actividades”.
Regina tampoco se la pasaba todo el tiempo dentro de la casa. Salía varias veces para ir al salón de belleza, visitar a sus amigas o hablar con sus socios de la compañía sobre cosas del trabajo. Ellos por supuesto que no desaprovechaban esas ocasiones. Fingir indiferencia es mucho más sencillo cuando el cuerpo y el alma han sido saciados. En cuanto Regina salía por la puerta y se alejaba, ellos se encerraban en un cuarto e intentaban terminar lo antes posible pues no tenían idea de cuánto iba a tardarse.
Al final, lograron ocultar la verdad muy bien pues pasó el tiempo y ella nunca se enteró de la relación entre ellos.
*******
Alrededor de 8 meses después de iniciado el romance, hubo un cambio en este. Sus encuentros sexuales seguían siendo tan fogosos como siempre. De vez en cuando, volvían a usar los uniformes, el caño y algunos otros juguetes sexuales que habían comprado. Pero la frecuencia de estos disminuyó. Ahora sólo tenían sexo unas 2 veces a la semana. El resto del tiempo sólo se daban un beso de buenas noches, se daban la vuelta en la cama y se dormían como un matrimonio aburrido que llevase muchos años juntos. (Nereida se había mudado al cuarto de Darío. En el cuarto de criada ahora guardaban todos sus disfraces y juguetes. Sólo dormía allí los días que Regina estaba en la casa). En su mayor parte, las recreaciones de películas porno fueron reemplazadas por higiénicas charlas en las que hablaban de todo y de nada, bromeaban y reían; por el mirar televisión y escuchar música juntos; y el hedonismo dio paso a un afecto tranquilo y sutil… y la verdad es que nunca lo extrañarían.
De esa relación ella ganó algo mucho más valioso que unos cuantos vestidos de marca y collares de oro. Su vida sexual había sido fabulosa pero su vida sentimental había sido todo lo contrario. Había tenido novios borrachos, otros infieles e, inclusive, uno le había pegado (en cuanto le puso un dedo encima cortó con él tajantemente), pero, en su mayoría, detrás de la máscara de tipo apuesto y simpático resultaba que se escondía un cerdo que terminaba tratándola como un pedazo de carne que sólo servía para follar (lo cual le resultaba especialmente doloroso porque Nereida era una de esas chicas eminentemente románticas que han soñado toda su vida con encontrar a su Príncipe Azul con el cual vivir feliz para siempre y llenar su hogar de bebitos preciosos).
Ese había sido su gran temor al iniciar su relación con Darío: que terminase siendo como sus otros novios. Pero el tiempo pasó y Darío demostró ser diferente. Cuando tenían sexo él podía decirle mil y una obscenidades sobre las cosas que deseaba hacerle y las cosas que deseaba que ella le hiciera a él… podía llamarla su “puta”… pero, fuera de la alcoba, era la mismísima encarnación del respeto y la caballerosidad. Ni una sola palabra, ni un solo gesto fuera de lugar. Nereida agradeció a los cielos que Darío siguiese siendo tan dulce, amable y educado ahora como había sido antes de aquel viernes por la noche que comenzó todo… y fue transportada en el tiempo: había vuelto a tener 16 años, a enamorarse por primera vez, y, al lado de Darío, se sonrojaba, brincaba, se ponía nerviosa y reía como una tonta por cualquier minucia.
Para ese momento, él ya había cumplido 18 años y ella ya no vio la necesidad de ocultar su relación a sus conocidos. Nereida odiaba guardar secretos (era una mujer muy comunicativa) y había estado ardiendo de deseos de alardear frente a todo el mundo de que había encontrado al hombre de sus sueños. Aunque ya había mencionado el nombre “Darío” a sus amigas y familiares, como a estos la última cosa que les importaba era el aburridamente perfecto hijo de la patrona de Nereida, rápidamente lo habían olvidado y para ellos fue un personaje totalmente nuevo. Pero, claro, omitieron que fuese el hijo de su jefa… y le añadieron algunos años a su edad…
Se lo presentó a sus amigas. Durante meses las había mareado haciéndolas preguntarse la identidad de ese novio misterioso que le hacía toda clase de regalos caros y que dibujaba en su rostro una sonrisa de oreja a oreja. Cuando Nereida les contó que tenía un novio nuevo, de repente los meses que se había comportado de forma extraña tuvieron sentido para ellas: “eso seguramente fue mal de amores”. Les provocó sorpresa verla con un tipo de apariencia tan femenina (considerando la clase de novios que había tenido hasta ese momento) y apostaron cuanto iba a durar su relación (esto se había convertido en costumbre para ellas; sus noviazgos no duraban mucho). Nereida y Darío lucían como una pareja dispareja: ella, extrovertida y alegre; él, reservado y tranquilo. Pero pasó el tiempo y seguían juntos y no pudieron negar que Nereida se veía más feliz que nunca a su lado, por lo que, al final, terminaron envidiando a la pareja.
También se lo presentó a su familia. Sus padres, sus tres hermanos mayores y varios tíos y tías, primos y primas. Ellos también sintieron incredulidad al ver al nuevo novio de Nereida y lo trataron con indiferencia (esa era la costumbre para ellos pues los hombres entraban y salían de la vida de ella todo el tiempo, y no creían que con él fuese diferente), pero, con el tiempo, aceptaron a Darío y llegaron a tratarlo como si hubiese sido un miembro de la familia desde siempre.
En este punto, él también ganó con esta relación algo mucho más valioso que el sexo con una sensual mujer. A ella seguía preocupándole que él no tuviese vida más allá de sus estudios. Sólo que, ahora, ya no iba a aceptar un no como respuesta. Nereida convenció a Darío acompañarla a restaurantes, cines, parques, etcétera; le enseñó a bailar, a cocinar, a vestirse a la moda y otras cosas. También lo animó para que hablara de cosas, cualquier cosa, con sus amigas y su familia, y a hacer cosas con ellos.
Fue sólo en ese momento que Darío se dio cuenta de cuan gris y vacía había sido su existencia. Tenía severos problemas de autoestima. Fácilmente podría haberse saltado las reglas que su madre impartía desde fuera del país y jugar, tontear y hacer travesuras con amigos de no ser por una arraigada creencia en lo profundo de su psique de que iba a hacer a otras personas perder su tiempo, de que no tenía nada para ofrecerles. Pero, guiado y animado por Nereida, se dio cuenta de que en el mundo podía haber otras personas que encontrasen lo que él opinase y sintiese valioso. Nereida no sólo le había dado su cuerpo y su afecto: le había dado amigos y una familia más allá de una madre que lo llamaba por teléfono y que veía de vez en cuando. Él no sólo amaba a Nereida como una amante curvilínea, divertida y apasionada, sino como el ser humano maravilloso que lo había llenado de felicidad en más de un sentido.
Darío y Nereida llegaron a conocerse a fondo, se preocupaban el uno por el otro, se cuidaban mucho… ¡Ah!, y a él ya no le importó cuando alguien lo acusaba de homosexual… se reía para sus adentros dudando que esa persona tuviese una diosa como Nereida para calentar su cama…
Pero aun en esta etapa había unas pocas nubes negras en el diáfano azul de su felicidad.
Primero, siempre tenían que tener en mente evitar que su madre se enterara de su relación. Vivían en un vecindario tranquilo donde la gente, por lo general, hacía como que no se metía en asuntos ajenos… pero cosas como esa nunca han evitado que los chismes corran como la pólvora: ellos nunca se dejaban ver juntos en las cercanías de la casa; salían por separado a horas diferentes y después se reunían en algún lugar acordado de antemano. Intentaron pensar en esto de una forma romántica, que estaban teniendo una relación prohibida de novela de misterio. Pero lo cierto era que detestaban tener que ocultar su relación.
Y después estaban los celos. Darío, recordando la clase de hombres con los que andaba Nereida antes de estar con él, a veces se mortificaba imaginando lo que hacía Nereida cuando se quedaba sola en casa o salía con sus amigas o dudaba sobre si realmente lograba satisfacerla en el sexo. Pero Nereida era mucho más celosa que él. Ella recordaba que con los años había mencionado de cuando en cuando que tal o cual compañera de clases le parecía guapa y desconfiaba mucho de él. Él le aseguraba que nunca tuvo nada con ninguna de ellas y que sólo llegó a sentir deseo por estas porque el que algún día hubiese algo entre Nereida y él le había parecido absolutamente imposible. Afortunadamente, los celos, a diferencia de la carga de mantener escondida su relación, nunca produjeron nada más serio que un par de incidentes desagradables aislados.
*******
Han pasado años. Darío ahora está cursando el último año de la carrera de Arquitectura.
En estos momentos, como siempre que sucede cuando su madre sale de viaje de nuevo y él se encuentra en casa, está en la acera frente a esta aguantando un largo sermón sobre cómo debe comportarse y como debe ser en la vida. Una vez terminado, le da un abrazo y un beso en la frente, se despide y se monta en el taxi que la va a llevar al aeropuerto. Darío, como siempre, se queda despidiéndola con la mano hasta que se pierde de vista.
Una vez que esto sucede, se dirige corriendo hacia la casa. Adentro, se pasea por todas partes llamando a Nereida. Pero no aparece. Muchas veces habían jugado a una versión erótica de las escondidas así que piensa que tal vez eso está haciendo ella. Pero entonces escucha una voz diciendo “sí, Darío…” detrás de él. Se da la vuelta y allí está ella sonriendo… y se ve deliciosa…
*******
Regina se había quedado todo un mes cuando, normalmente, el tiempo máximo que se quedaba era una semana. Durante ese mes tuvieron que fingir la más absoluta indiferencia, lo que empeoró por el hecho que ella nunca salió en todo ese periodo. Tanto tiempo en ese plan hizo estragos en ambos. En cuanto dejó sus maletas en el punto donde ella iba a esperar el taxi, fue a su cuarto y se preparó para recordar viejos tiempos con Darío. Se puso el disfraz favorito de él: el de mucama francesa. Este está hecho de reluciente látex negro y consiste de una sola pieza muy ceñida con mangas cortas, una minifalda con la que enseña la punta de las nalgas y un escote generoso. También incluye un delantal, una cofia y unos guantecitos hechos de encaje blanco, unas medias negras de red y con liguero que recorren casi la longitud completa de sus piernas y unos zapatos de plataforma hechos de un material transparente. Completa el disfraz un pequeño plumero. Se ató su melena en un moño (como hace normalmente cuando se pone ese uniforme), se puso unos grandes aretes de aro dorados en los lóbulos de sus orejas y tiene los labios pintados de un color rojo intenso.
Hay varios jueguitos traviesos que practican cuando ella se pone ese uniforme pero en esta ocasión no harán ninguno. Darío también estaba desesperado por la ausencia de sexo y lo que hace es lanzarse sobre ella como una fiera hambrienta, cubriéndola con besos apasionados. A Nereida no le disgusta ese gesto, respondiendo con el mismo ardor.
Ellos saben que pueden coger impunemente. Siempre, cada vez que se acerca la hora de la partida de Regina, se muestran muy solícitos ayudándola a que no se le olvide nada y no deje ningún asunto pendiente. Eso es para que no regrese porque repentinamente recordó algo y le dijo al taxista que se diera la vuelta, sorprendiéndolos en mitad de la sala.
Sus manos buscan su escote. En cuanto lo encuentran, forcejean para exponer las redondeces tersas y suculentas. Una vez hecho esto, su boca las engulle con mucha gula. Sus manos bajan hacia sus nalgas. Le sube la minifalda hasta dejarlas al aire libre y sus dedos se dedican a juguetear con su negro hilito dental.
Darío le pide a su amada que se ponga en cuatro patas sobre una alfombra cercana. Ella obedece. Él se le acerca por atrás y dedica unos breves instantes a disfrutar de la preciosa visión del portentoso culo de Nereida con el hilo dental escurriéndose entre su jugosa carne y los ligueros a los lados. Después de eso, aparta la delgada tirita de tela con una mano y hunde su rostro entre las nalgas, lamiendo y besando el espacio intermedio, penetrando con su lengua lo más profundo que puede en el íntimo hoyo, mientras ella tensa y destensa sus masivos cachetes como queriendo estrujar el hermoso rostro de su amante. Le hace lo mismo a sus glúteos, sus muslos y su boca termina su recorrido en su vagina. Una mano la dedica a exprimir el firme glúteo, mientras que la otra la usa para tirar del hilo dental y, de cuando en cuando, frotarlo en el ano, haciendo que oleadas de placer se arremolinen por todo el cuerpo de su pareja. Ella gime ruidosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, debido a las deliciosas sensaciones que la dominan, y empieza a pellizcarse y retorcerse uno de sus pezones con una mano. Ella puede reconocer perfectamente cada roce en sus áreas íntimas: “esta es la lengua de Darío”, “ese es el filo de sus dientes”, “esa es su naricita”, “estas son sus cejas”… Alcanza el orgasmo y moja el rostro de su amado con su flujo.
Una vez que recupera el aliento, Darío le dice lo siguiente que quiere, y ella acepta. Él se baja los pantalones y calzoncillos exponiendo su erecta estaca y se acuesta boca arriba en la alfombra. Ella se pone de pie y se va por un corto periodo de tiempo. Cuando vuelve, en sus manos hay un tubo de lubricante y en su rostro una sonrisa lasciva. Ella saca una generosa cantidad del gel en su mano, la cual procede a untar por todo el miembro del muchacho. Darío siente hasta el más mínimo detalle de la fuerza de su agarre, el encaje que aprisiona su mano y el gel viscoso escurriéndose y goteando en su miembro, dejándolo todo brilloso. Él necesitó de un gran esfuerzo mental para no venirse en el proceso. Una vez terminado el trabajo, ella agarra el falo con una mano y así se guía mientras se sienta sobre él, dándole la espalda al muchacho. El órgano entra poco a poco por su trasero hasta llegar a su posición final. Una vez alcanzada, empieza a menear sus caderas como sólo ella sabe hacer. Ambos gruñen y jadean, sudando copiosamente, debido a la particular e irresistible mezcla de placer y dolor que experimentan cuando practican sexo anal.
A Darío se le ocurre otra cosa. Se mueve de su posición y hace que Nereida se mueva con él hasta quedar de nuevo en cuatro patas. Una vez hecho esto, se dedica a meter y sacar su miembro de ese perfecto culo. Su pubis impacta contra sus glúteos, produciendo sonidos melodiosos. Sus manos buscan los generosos pechos, sobándolos mientras los dedos juguetean con los duros pezones. Ella se empieza a propinar sonoras nalgadas en un glúteo y él hace que una de sus manos deje el seno para hacerle lo mismo al otro. Ambos se relamen los labios de gusto.
Cuando se aburren de las nalgadas, ella vuelve a ponerse en cuatro patas y la mano de él busca su entrepierna para frotar el clítoris con sus uñas y las yemas de sus dedos. Ella comienza a gemir de una forma cada vez más escandalosa. Entre gemido y gemido, aúlla “¡Cógeme, por favor!” “¡Dámelo, dámelo!… ¡Dámelo todo!” “¡Sí, papito, así, así!” “¡Ay, que rico!” “¡DAME MÁS POLLA!” “¡HAZME GEMIR!” Él, de vez en cuando, murmura alguna alabanza a la perfección de su trasero y a lo rico que se siente follárselo. Hace mucho tiempo que se había dado cuenta que la voz de Nereida, si bien es irritante de escuchar en una conversación casual, es perfecta para decir vulgaridades y producir sonidos obscenos. Darío bombea cada vez con mayor rapidez y potencia hasta hacer que Nereida alcance su segundo orgasmo.
Él saca su verga de su culo y ella colapsa agotada por haber tenido dos orgasmos en tan poco tiempo. Pero Darío aun no ha alcanzado ninguno. Cuando Nereida se ve más descansada le pide que lo ayude en eso. Ella, ansiosa por corregir esa injusticia, le pregunta “¿Cómo?” y él se pone de pie y responde “Ponte de rodillas…” con una sonrisita. Ella obedece con la misma sonrisa maliciosa. Se quita su delantal y lo usa para limpiar su pene de los contenidos de su ano. Una vez que termina se vuelve a ceñir su delantal a su estrecha cintura y se dispone a meterse en la boca el órgano, pero él la detiene diciendo “¡Así no! ¡De la otra manera!” Por unos segundos no sabe a qué se refiere. Luego recuerda. No han hecho eso en un tiempo. Vuelve a sonreír con malicia y pone el caliente miembro entre sus pechos. Usa una mano en cada seno para apretar la verga aun más. Él se agarra de sus hombros y empieza a moverse.
La polla se desliza velozmente entre los firmes montículos, sintiendo que va a enloquecer de placer al sentir el apretón de la tierna y cálida carne de Nereida. No importa de qué forma sea o que parte de su cuerpo use: ella sabe cómo ordeñarlo. Lo anima repitiendo una y otra vez “¡No pares! ¡No pares! ¡Cógeme las tetas! ¡Cógeme las tetas! ¡AY, COGE ESAS TETOTAS, MI AMOR!” Jadea cada vez con más fuerza, pues finalmente está alcanzando su orgasmo. Había echado su cabeza hacia atrás pero, haciendo un gran esfuerzo, baja la mirada por un momento para ver a su amada. En su rostro hay una expresión desafiante y casi demoniaca que lo excita aun más. Su mente se ha concentrado en una única cosa: disfrutar de esas enormes tetas. Pero, cuando siente que está a punto correrse, logra recordar avisarle a su compañera y aguantar un poco más. Ella se saca el barrote tan duro como el hierro de entre los pechos y se lo apunta a un pezón. Cuando su madre está en casa, ni siquiera se masturba para que sus reencuentros sean aun más fogosos por efecto del deseo acumulado. Como resultado, tenía una buena cantidad de leche guardada en su cuerpo y pareció como si su eyaculación no fuese a tener fin. Cuando el líquido blanco y espeso cubre el pezón, ella se lo apunta al otro para que también sea impregnado de semen.
Cuando termina, abre los ojos y ve a su Nereida con la misma expresión perversa y sus senos cubiertos con su leche (su semen siempre parece resplandecer en contraste con la piel aceitunada de su amada). Él cree que esa es una de las imágenes más bellas en la Tierra. Los espasmos provocados por su orgasmo le han dejado con sus piernas temblorosas y su columna debilitada. A duras penas alcanza una silla cercana y se deja caer en ella con fuerza, sintiendo que va a perder el conocimiento.
*******
Después de recuperarse física y mentalmente del encuentro, Darío se pone de pie y se sube los calzoncillos y el pantalón. Busca a Nereida con la mirada y la ve cerca de allí. Ha traído una toalla para limpiarse el busto y, una vez que lo hace, se acomoda su minúscula tanga, se mete las tetas dentro del disfraz y se baja la minifalda. (Él prefiere cuando ella se limpia su semen con los dedos y, después, procede a chupárselos, haciendo sonidos y gestos obscenos y exagerados que dan a entender que es la cosa más sabrosa que ha probado en su vida, pero, después de todo el placer que le ha dado, quejarse sería ser un malagradecido). Pero nota que algo malo sucede. Su rostro ha adoptado una expresión melancólica. Es muy raro no verla de buen humor. Él sabe que, cuando se entristece, eso sólo puede ser señal de que algo muy malo está sucediendo.
—¿Te pasa algo, amor mío? —pregunta con preocupación mientras se acerca.
—Darío… —responde con mucha suavidad.
Él se queda callado esperando que continúe. Después de una larga pausa, prosigue:
—…quiero ser madre —de una forma tajante.
Él replica:
—Y yo quiero tener mis hijos contigo —y toma su mano enguantada para besar los nudillos con dulzura.
—¡Entonces porque tengo que seguir tomando esos malditos anticonceptivos…! —responde alterándose y empezando a derramar lágrimas por sus mejillas.
No la deja continuar. La abraza con fuerza mientras le recuerda todos los planes que han fraguado con los años y le ruega que sea paciente. Ya está en el último año de su carrera en la Universidad. ¿Qué cuesta que espere un poco más? Cuando se gradúe, se conseguirá un trabajo y se independizará. Comprará su propia casa. La llevará a vivir con él. Allí ya no tendrán que ocultar su amor nunca más. Se casarán frente a todo el mundo, gritará a los cuatro vientos lo mucho que la ama. Su madre no podrá hacer nada para separarlos… Y llenarán su hogar de hijitos preciosos… todos los que desee…
—¿Me lo juras? —pregunta ella entre lágrimas.
—Sí. Te lo juro. Es una promesa —dijo él, también amenazando con romper en llanto.
Parece una escena incongruente. Por cómo está vestida ella y por la voracidad con la que acaban de follar, cualquiera pensaría que son sólo un par hedonistas a los que no les importa nada más en la vida que el siguiente orgasmo. Sin embargo, aquí están, sollozando, consolándose y hablando de proyectos para el futuro, ingenuos y patéticos. Nereida deja de llorar y, tranquilizándose, devuelve el cálido abrazo a su amor. En todos sus años de relación, Darío ha demostrado ser no un niño sino un hombre maduro… y uno que cumple sus promesas. Y esa es una promesa que no tiene ninguna duda de que va a cumplir.
FIN.
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